Trump y el “Destino Manifiesto”

Xavier Díez de Urdanivia

El 23 de diciembre de 1823, durante su séptimo mensaje anual al Congreso de los Estados Unidos de América, James Monroe fijó los términos de la doctrina que hoy se conoce con su nombre y que es común sintetizar en una frase: "América para los americanos".

Aunque esa "América" era todavía el continente y no los Estados Unidos -como en estos días se pretende que sea- el mensaje implicaba, bajo un manto de aparente y fraternal solidaridad, el reclamo de que el de hermano mayor entre los nuevos países de América era un papel que los Estados Unidos asumían para sí y que estaban dispuestos a imponer esa posición y defenderla a toda costa.

La postura de Monroe pudo no haber sido más que simplemente anecdótica si no hubiera sido porque trascendió hacia la formación de la más extendida y elaborada doctrina del "destino manifiesto", que se arraigó fuertemente en el pensamiento y la acción de la política exterior de los Estados Unidos, que a partir de entonces se auto designó "gran guardián de las libertades y la democracia", como designio basado en una doctrina que, desde ese lejano inicio del siglo 19, expresa una filosofía que abarca el quehacer histórico estadounidense como un todo y es la impulsora básica de la vida y la cultura estadounidenses, especialmente en lo que hace al quehacer político y diplomático.

La frase que identifica a esta ideología fue acuñada por John L. O'Sullivan, en 1845, como un intento de explicar los afanes expansivos de los Estados Unidos y justificar su reclamo de nuevos territorios.

Para justificar esa pretensión se han expuesto razones que quieren convencer de que, en una suerte de sino predeterminado, es carga del hombre blanco conquistar y cristianizar la tierra, aunque en realidad lo que se busca es encubrir el más mundano propósito de la apropiación de riquezas, tierras y poderes que no les correspondían.

La esencia del impulso proveniente del destino manifiesto permanece inmutable, aunque sus modos de significación han mudado conforme cambia la circunstancia.

La primera guerra mundial abrió un capítulo nuevo para la expansión de los Estados Unidos, que hasta entonces habían permanecido concentrados en el continente americano, y dio cabida a una irrupción sin precedentes en la esfera mundial, en la primera incursión militar trasatlántica de ellos, misma que fue, además, inédita en su magnitud y en sus perspectivas.

Vino luego la segunda, cuyo final dio lugar a lo que se llamado el "corolario Roosevelt" de la doctrina del "destino manifiesto", que fue más allá de los linderos de la mera vigilancia continental por medios militares, para convertirse en una apetencia de salvaguarda ya no sólo continental ni meramente militar, sino global y abarcando todo aspecto económico.

Después, todavía fresca en la memoria, vino la "guerra preventiva" de G. W. Bush, que fue declarada contra un enemigo difuso e impersonal, el "terrorismo", facilitando las cosas para actuar como el gran decisor de las cosas del mundo, en línea con la misma doctrina.

Hoy, el enemigo elegido es la migración, pero no cualquiera, sino la de los "bárbaros del sur", esos que, sin distinción ni excepciones, son portadores -según quien sin clemencia ni recato los combate- de las más indeseables prácticas, porque son criminales irredentos que contaminan a la sociedad estadounidense y ponen en riesgo su seguridad.

Las políticas públicas determinadas por el actual Presidente de los Estados Unidos en materia de migración y comercio, principalmente, se siguen basando en esa vieja tradición que considera, en la más pura expresión discriminatoria, que son superiores a cualquier otro aquellos que son "wasp", blancos, anglosajones y protestantes.

Lo peor del caso es que, habiendo nacido la idea para proteger a los países de América, hoy que hasta el nombre ha sido expropiado al continente, sean sus habitantes quienes sufran las consecuencias.

El mundo entero se rebeló contra la separación de familias y la reclusión inhumana de menores. Tiene que hacerlo con más energía.