Xavier Diaz de Urdanievia

Cien años y 743 artículos reformados lleva la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. De ellos, 154 han sido modificados durante el régimen actual, lo que representa casi el 20% del total de las reformas efectuadas anteriormente. La última –¿ominosamente?– se publicó el día mismo en que se conmemora el inicio de la guerra de independencia, el 15 de septiembre pasado.

La mayoría de esas reformas han tenido por motivo central ampliar las facultades de los órganos del gobierno de la Unión, en detrimento de las atribuciones de las correspondientes a los gobiernos estatales.

El vehículo de concentración, primero, fueron la leyes “generales”, una clasificación que, en rigor, sólo merecen aquellas disposiciones que, en desarrollo de una disposición constitucional, regulan el ejercicio de las facultades concurrentes, es decir, aquellas que la propia constitución otorga a los órdenes federal y estatales como excepción a la regla general de facultades exclusivas.

Después, de plano y ya sin rubor alguno, se dio en la práctica de emitir leyes y códigos “nacionales”, que desplazan a las legislaciones locales en materias que, según el equilibrado diseño original, les correspondían.

Un par de datos interesantes y que usualmente pasan desapercibidos: durante el largo periodo de estabilidad económica y social, pocas fueron las reformas efectuadas a la ley suprema; en cambio, el frenesí de los cambios empezó en los 70, se agudizó en los 80 –para propiciar el suave aterrizaje en nuestro país del entonces abiertamente pujante “neoliberalismo, que aún sigue vivo, pero casi soterradamente– y ha tenido un verdaderamente grande apogeo en los dos últimos sexenios.

¿No es de llamar la atención que a la inestabilidad constitucional correspondan los tiempos de mayor inestabilidad política y social? ¿Es mera coincidencia?

Incluso en materia económica, respecto de la que se pregonan condiciones de prosperidad y estabilidad macroeconómica, los índices de pobreza son mayúsculos y la brecha entre los muy pocos ricos y el resto de la población cada vez más pronunciada, lo que es en sí mismo injusto y, además, propicio para la inconformidad creciente que, ya con visos de acre rebeldía, es perfectamente perceptible entre la gente de nuestro país.

Lo grave del asunto es que, a pesar de esa crispación social, los argumentos desplegados por los centros de poder impulsores del retroceso estructural, a pesar de su retórica retorcida y gastada, no son rebatidos; al contrario, frecuentemente se aplauden, incluso desde sectores ordinariamente críticos, quizás porque la inmediatez de los problemas que se dice pretenden ser resueltos con las reformas, impide ver el panorama que ofrece el horizonte profundo de las intenciones de control que ellas conllevan, pues es evidente que mientras más disperso y limitado se encuentre el poder, más difícil será ejercerlo en favor de intereses particulares.

Hay que recordar que nuestra Constitución es, en el papel, rígida, precisamente para evitar que a voluntad de los poderosos se modifique sin ton ni son, en favor de ellos y perjuicio de los seres humanos cuyos intereses y derechos está destinada a proteger.

En los hechos, esa característica se ha esfumado. Los órganos que deberían protegerla, los partidos políticos incluidos, se han sumado al pequeño grupo rector de la política –¿recuerda usted el llamado Pacto por México?– para decidir, incluso al margen de los órganos legislativos, sobre los asuntos que atañen a todo el país y afectan a todos sus habitantes. Eso rompe el orden institucional y opera contra la democracia.

Ferdinand La Salle, ese jurista alemán marxista decimonónico que habló desde entonces sobre el tema, sostuvo que, a pesar de la generalizada creencia de que la Constitución es una ley suprema, protectora del interés general, en realidad no es sino una expresión de la voluntad de los poderosos, que en la cúspide se dan la mano y coinciden en la adopción de medidas para cuidar sus intereses, “legalizando” las vías para conseguirlo desde la fuente misma de la supremacía jurídica.

¿Acaso La Salle tenía razón?