Xavier Díez de Urdanivia

En los prolegómenos de un sexenio que promete ser diferente (al menos así lo han querido hacer sentir quienes forman parte del contingente triunfador en la pasada elección) se oye una vez y otra que México habrá de entrar a una cuarta transformación.

En ella reinarán el orden, habrá “estado social y democrático de derecho”, entre las ramas del poder público relucirán los equilibrios que contendrán a cada rama del poder público frente a los posibles (¿también probables?) excesos, imperarán la paz y la justicia, no será el Ejecutivo un “superpoder” ni “dará línea” a los otros. No habrá corrupción ni olvido, pero sí perdón.

De tanto oírlo, y con tanta enjundia dicho, empiezan a verse bien las perspectivas de un cambio que, así contemplado, promete mucho a este país, que tanto lo necesita para salir de los muchos escollos que en el camino del desarrollo cívico, económico y social enfrenta.

Madero, Carranza y otros muchos mexicanos que enfrentaron con las armas a Porfirio Díaz, sus ejércitos y otras fuerzas políticas y económicas, lo hicieron para derrocar a un régimen que aparentaba cumplir las formalidades que la Constitución de 1857 mandaba, mientras soslayaba, en los hechos, los compromisos con la legitimidad que ella misma le imponía, en tanto que se perpetuaba de un modo dictatorial.

Para muchos, enfrentar 100 años después circunstancias equiparables de hegemonía, sea eso cierto o sea exagerado, explica que la gente común –aquella que a fin de cuentas quedó marginada del progreso– se volcara en las urnas con la esperanza de un nuevo, radical, efectivo y perdurable cambio.

En el curso de esas consideraciones, sin embargo, surge de pronto una inquietud: tantas cosas como se prometen y esperan ¿no deberían acaso ser, en su mayoría, consecuencias naturales del buen funcionamiento del gobierno y la gestión pública? ¿Es que tendrían los ciudadanos que esperar otra cosa menos satisfactoria?

En los hechos y prácticas, a pesar de que en el papel constitucional están plasmados los equilibrios de poder, el sistema federal y otras muchas cosas que también fundamentan nuestra república democrática, se habían diluido nuevamente. Por eso la oferta se hizo valiosa a los ojos del elector.

En esas andanzas yendo, algún irredento escéptico se ve, como muchas otras personas, por otra preocupación: muchas de las promesas hechas requerirán recursos –y tiempo– de los que no se dispone ¿qué pasará si no se cumple lo prometido? ¿Cómo reaccionarán esos millones de mexicanas y mexicanos, ya de suyo crispados, cuando vean su frustración crecer al paso del tiempo sin ver acercarse la tierra prometida?

Para aumentar su inquietud, el mismo personaje se topa con una infinidad de noticias que dan cuenta de diversos compromisos expresados por el equipo de colaboradores del presidente electo, y aun por este, en el sentido de aportar recursos o “no reducir el presupuesto a las universidades e instituciones de educación superior”.

Esa noticia lo puso a pensar: ¿no es a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión a quien toca decretar el Presupuesto de Egresos de la Federación, y hacerlo en equilibrio con los ingresos esperados? ¿Cómo va a cumplir ese compromiso quien no tiene facultades para ello y ha prometido no interferir o dar línea a los otros poderes?

Al ver después cómo, quienes serán coordinadores de las bancadas mayoritarias en las cámaras legisladoras, se comprometieron a llevar a cabo las reformas necesarias para cumplir con las decisiones de quien es su líder indiscutido, el mismo escéptico exclama: “¡Qué chiste! ¡Así ni falta hace que les dé línea!”.

“¡Mal andamos –exclama– si un vendedor viene a vendernos nuestra propia casa, y peor todavía si se la compramos!”.

Contempló el horizonte y vio que se avecinaba una tormenta. Guardó las manos en los bolsillos y se echó a andar, en su personal confusión, pensando: “¿No será que por eso México no atina a prosperar en el camino de su propia construcción con prosperidad y justicia?”.