Adiós, sana distancia

Columnista: Xavier Diez de Urdanivia

Los tiempos de la sana distancia se terminaron. “Somos el partido en el gobierno. Y el gobierno es Enrique Peña Nieto. Que nadie se extrañe. Que a nadie le llame la atención. Ahí estaremos.Aquellos tiempos en los cuales se hablaba de una ‘sana distancia’ están muy atrás”, dijo el diputado Manlio Fabio Beltrones hace unos pocos días, y aunque no sorprenda ya a nadie ese lenguaje, es algo sobre lo que hay que reflexionar.

Casi doscientos años lleva México intentando construirse como un estado moderno, y habiendo nacido de una vigorosa reacción antimonárquica y federal ¿no parecen retrotraerse las cosas a las condiciones imperantes durante la era colonial, según el infortunado enunciado de quien seguramente será la cabeza del PRI en los próximos cruciales tiempos?

En la era contemporánea, la democracia republicana, siempre en evolución, nace como contrapartida de la monarquía, mientras que “estado de derecho” implica varias cosas: supremacía de la constitución, que para evitar vaivenes ha de ser rígida; división de poderes; imperio del derecho - “gobierno de las normas, no de los hombres”, según el modelo anglosajón- y sobre todo, garantía de los derechos fundamentales de los seres humanos.

Es preocupante la perspectiva que ofrece la expresión del diputado Beltrones, porque ratifica que el tan manido “estado de derecho” ha pasado, de ser un modelo teórico estructural, a convertirse en una frase vacía del discurso político.

La supremacía constitucional queda en letra muerta: mientras su artículo 41 dispone que “ el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de estos, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de los Estados…”, el diputado Beltrones afirma que “el gobierno es Enrique Peña Nieto”.

Parece haber caído en el olvido que la Revolución de 1910, como lo hiciera la de Independencia un siglo antes, se hizo precisamente para romper el nudo gordiano que se formara por la concentración del poder.

Hoy, en pleno siglo XXI, lo que hace falta es generar certidumbre, bien cimentada en valores comunitarios, acentuar la protección efectiva de los derechos y libertades fundamentales, y allanar las desigualdades con un sentido franco de justicia y solidaridad, no buscar perpetuar condiciones de privilegio tejidas desde la cúspide de un poder derivado que, si se ejerce en favor de intereses sectarios o particulares, deviene ilegítimo.

Se requiere que haya respeto a la tradición constitucional, sin descartar una evolución razonada y congruente, así como sensatez en las decisiones y acciones de gobierno, acciones que, en un esquema de necesaria coordinación, se expresen en el respeto de las competencias y jerarquías constitucionales, sin subterfugios -de mala técnica por cierto- desarrollados con artificio para soslayar la distribución constitucional de ellas.

Lo demás vendrá por añadidura, si la circunstancia es propicia para la creación de una nueva cultura en la que la comunidad misma, y las autoridades que en su nombre gobiernan, recuperen el imprescindible sentido de responsabilidad y se destierran, por tanto, las lacras de corrupción –en todas sus vertientes y manifestaciones- que la aquejan.

Solo así se podrá encontrar el camino del desarrollo integral, equilibrado y justo, que tan esquivo ha sido para nosotros desde que nació México al concierto de los estados con pretensiones de independencia.

Bueno sería considerar que un desarrollo tal, sin tan extremas y ofensivas desigualdades, con prevalencia del interés general sobre los particulares y leyes que por igual garanticen las libertades y derechos básicos de un modo armónicamente justo, requiere más que un nuevo “pacto” bilateral como el que se enuncia.

No es desde la élite, sino entre todos, como es que podrá lograrse por fin tan preferido anhelo. Si de verdad lo queremos, es tiempo ya de poner manos a la obra, sin empeñar los esfuerzos en anular los vectores que pueden llevarnos por el rumbo correcto.