Francisco Díez de Urdanivia 

Dice un conocido aforismo oriental que toda crisis es, al mismo tiempo, una oportunidad. Es bien sabido, incluso, que el ideograma que representa ambos conceptos, en el idioma mandarín, es el mismo. Recordarlo es pertinente en los tiempos que corren, aunque esta referencia se haya convertido en un lugar común.

En el mundo entero los modelos y esquemas económicos, políticos y jurídicos que habían estructurado a los sistemas sociales desde el renacimiento, se han vuelto obsoletos, inútiles para explicar las realidades nuevas y, por lo tanto, para ordenarlas de manera justa y democrática.

México, que no podía sustraerse a tal fenómeno, ve hoy aguzada la situación a causa del giro que han dado los planteamientos formulados por el nuevo Gobierno, que han puesto al descubierto, y exacerbado, enconos y confrontaciones que no se habían hecho patentes de manera tan obvia, aunque hubieran ya estado presentes en el escenario desde hace ya mucho tiempo, porque es verdad que la entronización desenfrenada de la codicia, acompañada del deterioro de muchas virtudes cívicas, ha desplazado los valores de cohesión comunitaria, dando lugar a inequidades y exclusiones 
injustificables.

Había, ya, que tomar medidas para enmendar las cosas, pero para poder arreglarlas hace falta restaurar el tejido social, lo que sólo puede lograrse construyendo comunidad, no desgarrándola.

El hecho es que nuestro país atraviesa una crisis, y que las crisis, a fin de cuentas acaban por resolverse; lo importante es que no se resuelvan solas y al azar, sino que lo hagan favorablemente, y eso sólo puede lograrse actuando sobre ellas de manera inteligente y edificante; si es verdad que hacen tabla rasa de las cosas y cierran procesos, también lo es que abren puertas a nuevas maneras de enfrentar las circunstancias y ofrecen la posibilidad de reorientar los factores sociales de modo civilizado. 

No hay que filosofar para percatarse de que las actitudes beligerantes y la violencia que han proliferado en los últimos meses y han arreciado al final del año, conducen precisamente al polo opuesto: la disgregación y el encono.

Lo peor de todo es que los denuestos y descalificaciones irreflexivas en boga, además, distraen la atención respecto de lo 
importante.

Lejos de buscarse en el fondo las causas de la inequidad imperante y la indignación que ella ha causado y tan abrumadoramente se expresó en las urnas el verano pasado, el énfasis ha sido puesto en la inmediatez de los acontecimientos y se ha quedado por eso, en general, sobre la agreste superficie de los insultos, las falacias y las agresiones inconducentes.

A las instituciones, que no son otra cosa que redes de relaciones, hay que transformarlas, no mandarlas al diablo, porque con ellas se irían los cimientos del país que se dice querer salvar.

Para conseguir la transformación debida –no una caprichosamente soñada– hay que voltear a la historia, sí, pero también al mundo contemporáneo, y con sensatez y prudencia tener en cuenta que el poder que se ejerce no es propio, sino delegado; que ese poder, que se llama “soberanía”, lo ejercen los tres poderes, no uno solo; además, que hacerlo con responsabilidad implica tener en cuenta una voluntad popular sustentada en valores fundamentales, que se manifiestan y se han manifestado secularmente de manera generalizada y consuetudinaria, no en expresiones parciales y segmentadas de opinión “ad hoc”.

Es cierto: el signo de todo ciclo que inicia es la esperanza, y en el anual que comienza, tanto como en el sexenal que también lo hace, la cosa no es diferente; pero para que la crisis se resuelva con fortuna para todos, es necesario reforzar la trama y la urdimbre del tejido social –solidariamente, buscando las confluencias y tejiendo las congruencias– para ayudarlo a que se regenere, no sea que, aunque las intenciones sean buenas, el camino por el que nos lleven vaya a dar a un infierno no deseado.

El único modo eficaz de esperar un futuro mejor es, sin duda, construyéndolo entre todos.