Xavier Díez de Urdanivia

México ha sido un país acosado por las grandes potencias; no es extraño, entonces, que haya desarrollado, en su defensa, los principios de “autodeterminación de los pueblos” y “no intervención”, constitutivos propiamente la “doctrina Estrada” y fueron el embrión del conjunto que hoy establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en la fracción X de su artículo 89, como “principios normativos” de la política exterior mexicana: “la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.

La noción original se ha visto enriquecida de modo que, sin perder el sentido pacifista que la fundara en el tiempo de su creación, se ha superado la posición pasiva de la abstención, a la muy activa de la “protección y promoción de los derechos humanos”.

En esos extremos se encuentra hoy el desafío que para la política exterior mexicana representa la cuestión venezolana, que tan extensamente tiene agitado al mundo y parece plantear una paradoja irresoluble.

Para salvar ese obstáculo, me parece, habría que formular el planteamiento desde la perspectiva que ofrece el contexto sociopolítico de nuestros días, que dista mucho de aquel imperante en la primera mitad del siglo pasado, cuando la doctrina Estrada fue adoptada y promovida por México.

En aquel entonces el mundo estaba parcelado entre comunidades bien delimitadas por la estructura estatal que a cada una correspondía y la noción de “soberanía” -renacentista, por cierto- era la piedra de toque de una presunción de legitimidad que bastaba como recurso técnico constitucional para conjugar el poder jurídico -la autorización de la ley para actuar de una manera determinada- con el poder político -la capacidad real de mover las decisiones mayoritarias en un sentido determinado- que podían así caminar en paralelo, aunque hubiera tensiones entre ambos.

Cuando se rompen las barreras fronterizas para la comunicación, esas comunidades se transforman en un sistema global, mientras que el poder político real se desplaza a centros fuera del alcance de los contrapesos tradicionales, puesto que no están sujetos al derecho internacional, porque le son ajenas, ni a un régimen estatal determinado, porque su operación es global.

El nuevo poder, que no tiene límites y cuyo fin es primordialmente económico, aduce que solo en el “libre mercado”, sin ataduras, es posible estructurar viablemente todo orden social.

La pugna por recuperar las libertades y derechos conculcados ante tal aberrante falacia no se hizo esperar; la reacción ha tenido tanto vigor que obligó a los gobiernos y a los organismos internacionales a adoptarlos como bandera prioritaria. De ahí su calidad de “idea fuerza” de una auténtica legitimidad hoy en día.

En esas condiciones cabe preguntarse: ¿es lícito mantenerse al margen de situaciones que, a todas luces, implican vulneración grave de los derechos fundamentales, sea donde sea que ellas ocurran?

La sana convivencia y la buena vecindad implican respeto de las cosas ajenas y abstención de intervenir en las decisiones de la casa vecina, pero ¿cabe permanecer pasivo cuando en ella se masacra a sus habitantes o el dueño decide efectuar actividades ilícitas?

Valga esa hipérbole para ilustrar cómo es necesario establecer prioridades basadas en la ponderación justa de los bienes tutelados por los principios y las normas, como ha de hacerse en el caso que ocupa la atención.

¿Acaso el respeto a la autodeterminación del pueblo venezolano no implica abogar por la protección y promoción de sus derechos? ¿El hecho de no intervenir en su libre determinación deja lugar a la pasividad, sobre todo si se atiende al principio, parte del sistema rector de la política exterior mexicana, que manda “asumir la cooperación internacional para el desarrollo”?

Creo primordial el planteamiento de esas cuestiones para romper cualquier paradoja.