Xavier Díez de Urdanivia

Si la política es una actividad que pretende convencer a los demás miembros de una comunidad de que aquello que se propone como acción o programa es conveniente y positivo, la destreza en el arte de mover voluntades a partir de planteamientos que descansan en valores generalmente aceptado se convierte en un imperativo inexcusable.

Apelar a la razón con ese fin debería ser, como parece, lo natural. Sin embargo, según se ha comprobado por la moderna sicología social, las decisiones humanas no siempre se rigen por la razón, sino que lo hacen en muy buena medida desde reacciones por o principalmente emocionales, sobre todo cuando ese proceso tiene lugar en el seno de conglomerados masivos.

Los oradores políticos lo saben bien, o lo intuyen, y acuden al recurso de figuras retóricas grandilocuentes como instrumento eficaz para la consecución de tal propósito, no siempre veraces, no siempre bien construidas.

A pesar de eso, hay límites. Cuando el planteamiento falaz se confronta con las realidades y se ve contradicho por ellas, la razón emerge; no se deja engañar y se convierte, idealmente, en el antídoto.

De ahí que, por infortunio, el engaño y la simulación hagan acto de aparición en la escena, disfrazados de verdades incontestables, en argumentos que son sutilmente tramposos por incorrectos en su construcción, o por partir de premisas erróneas o de plano falsas.

Ya en la entrega anterior se ofrecieron algunos ejemplos típicos de construcción falaz, de entre los muchos que componen el universo de aquellos a los que más frecuente acuden quienes anteponen el interés personal a los destinos comunitarios que se les han confiado, los “aduladores del pueblo”, como también se llamaba en la antigüedad clásica a los demagogos.

Hoy se mencionan otras, con ningún otro fin que convocar a la reflexión frente a los argumentos falaces que por desgracia abundan y a los que no poco debe el declive en que los valores humanísticos han caído, corrompiendo el tejido social.

¿Quién no ha enfrentado apelaciones al sentimiento de piedad para justificar una acción o apoyarla? ¿Quién no se ha visto ante el intento de conducirlo a conclusiones determinadas bajo el argumento de autoridad?

De las últimas es frecuente toparse con aquellas que desde la antigüedad se llaman “ad verecundiam”, que quieren fundarse en la autoridad individual; o con las que ya entonces se agrupaban en la categoría denominada “ad populum”, que invocaba la autoridad del pueblo.

De las primeras, la apelación al temor o la amenaza de usar la fuerza, que se conocen como falacias “ad baculum”, en referencia a la contundencia que el báculo o bastón de la autoridad puede aportar a la aceptabilidad de los argumentos de quien lo porta.

También, por desgracia, son frecuentes las llamadas “falacias de transferencia”, aquellas que pretenden predicar de un todo determinado lo que solo cabe decir de una de sus partes, o a la inversa, como ocurre cuando se aduce que, porque una de las partes es disfuncional, lo es también el todo.

O la descalificación “ad hominem”, que tiene lugar cuando se pretende refutar una tesis a partir de la descalificación de la persona que la propone, en lugar de rebatir la propuesta misma.

Cosa similar pasa cuando se aduce que quien propone lo hace porque tiene intereses que se verían beneficiados si su proposición lógica fuera admitida, en lugar de atender al fondo y a la corrección formal del argumento mismo.

La lista puede seguir casi infinitamente, porque casi infinita es la capacidad de los seres humanos para encontrar sofismas capaces de aparecer como argumentos válidos, aunque en el fondo encierren engaños y falsedades; nada más lejos, además, de los propósitos de este artículo.

Valga, pues, cerrar estas reflexiones sobre los riesgos que representan tales argucias para la cotidiana tarea de construir civilidad, no sea que lleguen las horas de asumir desagradables consecuencias si son desestimados, como la historia enseña que ha sido siempre que eso acontece.