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Arcelia Ayup Silveti

Siempre me atrajo la idea de escribir, en la adolescencia llevaba un diario, cuando se terminaba, ya tenía otro listo que forraba cuidadosamente. En ellos también escribí lo que entonces llamaba poemas. En la preparatoria me empecé a convertir en lectora asidua, terminaba un libro y ya sabía cuál sería el siguiente. Ya en la universidad, mis maestros me encausaron más en mis lecturas y recibíaalgún halago por mis letras. 

No sé si sabía que escribir se convertiría en una disciplina, una forma de vida, en una válvula de escape. Aprendí a hacerla una herramienta, un amasijo de amiga-psiquiatra-aliada-psicóloga-médico-reflexóloga. Se transformó en una ventana para soltar historias, viviendas, leyendas, sueños, emociones y alguna que otra visión. 

Mis frecuentes insomnios se han convertido en aliados, que me llevan a recurrir a mi laptop o a mi libreta del buró en depositarias de ideas, palabras, frases o párrafos enteros del trabajo en turno, en donde algunas veces no descanso hasta poner el punto final. Es difícil imaginarme sin mi computadora, o su apéndice que siempre me acompaña: mi teléfono móvil.   

Hace ya algunos años que me albergaron a publicar en algunos medios escritos y digitales, en Milenio Laguna, desde hace seis. Al principio fue difícil desarrollar la capacidad de síntesis, empecé con dos mil quinientos caracteres y hace quizá un par de años, nos pidieron a los columnistas ajustarnos a dos mil cien. Desde hace seis años he enviado mi columna, semana a semana, salvo algunos domingos que han sido días festivos. Fueron cerca de cuatrocientos ochenta y ocho relatos con temas diversos o lejanos, escritos con casi todos los estados anímicos. No ha importado en qué situación me encuentro, o en qué parte del planeta estoy, si cumplo una misión; si vivo duelos, en una zona de confort o de crisis, si estoy enferma o alguien de mi familia lo está. 

Cuando fui candidata mis amigos me comentaron que seguro suspendería mi columna, pero no lo hice. Celebro estos seis años, complacida y agradecida por el cobijo que les dan a mis letras y por los ojos que leen este espacio. 

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Permanecer

Arcelia Ayup Silveti

No deja de sorprenderme cómo llevan la vida la mayoría de los jóvenes. Los observo entre semana, sin establecer enlace con ellos. Realizo mis labores en una facultad, y hay una población considerable de estudiantes. Hacen grupos para hablar entre ellos y algunos alzan la voz. Se ríen a carcajadas, mientras cargan sus mochilas y buscan la mejor sombra.

El espacio de mi oficina es compartido, un área con escritorios en la entrada y al fondo una sala de usos múltiples, que con mucha frecuencia se convierte en aula de proyecciones para algunos grupos. Me he dedicado a observar a los estudiantes, todos entre dieciocho y veinte años.

Apunté en un cuaderno los que saludan, solo dos de ellos, corrijo, solo dos alumnas dijeron buenos días antes de entrar al salón.

A la salida, dejé de teclear para solo observarlos. Pasaron cerca de mí más de veinte jóvenes, que charlaban entre ellos, busqué sus miradas, solo dos la captaron y la evadieron de inmediato.

Pasaron de largo como si solo estuvieran ellos. Abrieron la puerta para caminar por el pasillo e ir a su siguiente clase. Los seguí con la mirada.

Escuchaba sus voces. El último dejó la puerta abierta. Ninguno la cerró. Me llama la atención esos pequeños detalles que dejan mucho qué desear de las personas. No se trata de un simple saludo, me remitiré a una de las interesantes reflexiones del expresidente de Uruguay, José Mujica. El exguerrillero afirmó:

“En la casa se aprende a: saludar, dar las gracias, ser limpio, ser honesto, ser puntual, ser correcto, hablar bien, no decir groserías, respetar a los semejantes y a los no tan semejantes, ser solidario, comer con la boca cerrada, no robar, no mentir, cuidar la propiedad y la propiedad ajena, ser organizado. En la escuela se aprende: Matemáticas, lenguaje, ciencias, estudios sociales, inglés, geometría y se refuerzan los valores que los padres y madres han inculcado en sus hijos.”

Dicen los jóvenes que eso ya no se usa, que no tiene nada de malo mentir, robar o no saludar. Para mí, los buenos modales y los valores no son moda, deben permancer.

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Míster Gandhi

Arcelia Ayup Silveti

¿Con qué letra empiezo a llamarte ahora? / ¿Dónde pondrás las palabras que me regalaste? /¿Rotularás ahora los sobres de invitaciones para la corte celestial? /¿Tuviste un perro de compañía para que te guiara en tu camino?

Papá, te llamé así mis casi cincuenta y dos años, / también te decía Mauricio, por tu añeja similitud con Mauricio Garcés. /Recientemente, me refería a ti como Míster Gandhi, porque nuestro amigo Moscoso detectó que eran parecidos.

Dejaste mucha gente que te queremos: / tu esposa e hijos, tus amigos,/ mi hija Jimena, tu defensora número uno, / tus nietos, biznietos, sobrinos y cuñados.

Mi tío Varucho también llora,/ tu único hermano que dejaste fuera de la fiesta Ayup, / estás con Chanita y don Juseph, y casi todos tus hermanos, / seguro mi tío Homero corrió a recibirte.

Mi mamá dice que está toda destartalada,/ así dejaste a tu familia./ Van pocos días de tu ausencia:/ cala profundo.

Mi querido libanés,/ tus boinas están donde las dejaste, / olvidamos ponerte una, / aún así, quedaste guapo hasta el final. ¿Cómo se ajusta el corazón?/ los latidos son dobles,/ viajan, sudan, te buscan,/ tienen lodo, fuego.

Una semana es nada, / el dolor no cesa, / se agazapa en los latidos, /en los atardeceres y en tu cama sin habitar.

Viviste todas mis transformaciones, / logros, sueños, letras, sonrisas, / me ves ahora lo que soy:/ una huérfana de ti.

Te dolían tus piernillas flacas, / como reflejo de la pena de tu alma, / por dejarnos sin tu cobijo, / sin tus bromas ni tu perfil árabe.

Mauricio, ¿qué haces ahora?/¿usas los mismos pantalones de brinca charcos?/¿extrañas los regaños de mi mamá?/¿las defensas y asesorías de Jimena?

Te recordamos por cualquier cosa, / te sentimos entre nosotros, tomando tu coca, / jugando a la lotería, escribiendo con tu hermosa letra, / haciendo crucigramas, comiendo chocolates. Le diste a tus hijos gran herencia:/ palabras, valores y dignidad. /

Nos saliste debiendo otro legado,/ tu estructura de cincuenta y cinco kilos. (Mi familia y yo agradecemos sus muestras de afecto.)

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El permiso

Arcelia Ayup Silveti

Pasamos por la vida o la vida pasa por nosotros de manera casi imperceptible: del resbaladero a las fiestas de amigos, cursamos la universidad, podemos tener vida amorosa y descendencia; nos llenamos de proyectos, trabajos, sinsabores y logros. Nos convertimos en siervos de las manecillas, de la competencia del consumismo y de las tarjetas de crédito. Vamos con tapaojos cada día rellenando pendientes, anteponiendo lo laboral a lo personal.

Me pregunto en qué momento soltamos de la mano a nuestro niño interior. ¿Cuándo nos empezamos a sentir inmortales? Cuando ignoramos una sonrisa franca o un remolino en la carretera.

Al ver la etiqueta antes que la prenda, o anteponemos el vestido a la conversación.

Porqué nos prohibimos permisos: para sentir, vivir y ser. Me pregunté mientras una amiga se paseaba en un columpio. Vi a su niña interior y fui por la mía mientras me subí a otro. Me encantó la sensación, regresé a mis ocho en la plaza de Matamoros, Coahuila. La felicidad plena era solo mía.

Ir y regresar con sólo el aquí y el ahora. Sin miradas indiscretas o señalando. Un viento limpio a mi alrededor, mi risa y la de mi amiga con una alegría que parecía infinita. Repetir los movimientos aprendidos desde la niñez, arriba del columpio, agarrar vuelo con las cadenas y con los pies, bajarlos en el momento preciso, una y otra vez, hasta creer que me acercaba a las montañas verdes y a las flores.

Los pocos minutos se hicieron largos; las risas no pararon, limpiaron el corazón y alejaron pensamientos negativos. Fue fácil vivir esos momentos relajada y en paz, sin mi yo controladora. Cómo atraer más espacios similares, como sentarme en alguna banqueta, mojarme con la lluvia, o jugar con los perros. Así nomás.

Fui más niña que los niños que estaban cerca. Ellos no sabían que rescataba a mi niña que empezaba a envejecer, por no darse permisos como éste, de fluir, mirar y mirar, y vivir pasando de largo. En la víspera de mi cumpleaños (tarde del 25 de septiembre) acabo de pactar conmigo: el permiso ya está abierto, a mi edad es posible.

 

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Parafernalia

Arcelia Ayup Silveti

Sandra López y una servidora viajamos la semana pasada a Hidalgo, para participar en la Feria Universitaria del Libro, en Pachuca. De regreso nos quedamos una noche en Ciudad de México para tomar un vuelo al día siguiente. Buscamos diferentes opciones para cenar, lo más cercano al hotel donde nos hospedamos. Me dejó elegir el restaurante, uno que conociera. Solo uno me resultó familiar, de comida árabe, llamado Miguel.

En cinco minutos ya estábamos frente al restaurante con fachada arabesca. El mesero nos dijo que cerraban a las nueve de la noche, y era justo esa hora. Nos explicó que filmarían una escena de una telenovela y que, si no nos importaba, nos podrían atender en un extremo. Nos volteamos a ver Sandra y yo, y casi al mismo tiempo coincidimos en quedarnos. Buscamos una perspectiva que nos permitiera ver en línea recta la filmación. Eran cerca de cuarenta personas contratadas para ese fin, entre técnicos, director de escena, actores, camarógrafos, maquillistas y extras.

A nuestro lado pasaban conectando y acomodando cables, retocando a los actores y ubicando a los extras. Mientras disfrutábamos nuestra deliciosa cena, vimos varias veces la filmación de la misma escena, bastante mala, por cierto. Sandra le preguntó al director sobre la telenovela. Le comentó que iniciará en noviembre, que es sobre boxeadores. No conocía ninguno de los actores, pero me entretenía estar en medio de esa partícula de la parafernalia del monopolio televisivo de México.

Me aprendí el tedioso dialogo, hasta con palabras mal pronunciadas. No pude evitar preguntarme cuánto constaría esa hora de trabajo para una escena de tres minutos a cuadro. Cuánto dinero se vierte para producir esos programas de entretenimiento ofensivo, empeñados en unificar las mentes de sus televidentes, que veneran a Chespirito y a Luis Miguel. Los extras recibieron quinientos pesos; nosotros pagamos nuestra cena y recibimos un rato de entretenimiento; para los televidentes, continúa una cadena infinita de programación de quinta.

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