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CAPITALES:  El marketing político que transforma campañas en confianza

Francisco Treviño Aguirre

La política moderna dejó de ser una temporada de campañas para convertirse en un flujo permanente de comunicación estratégica. El juego global se resume en tres verbos: encuadrar, movilizar, sostener. Encuadrar es fijar el mensaje simple que organice todo lo demás; movilizar es convertir la atención en acción; sostener es gobernar comunicando con consistencia, incluso cuando no hay “noticias”. En ese triángulo se reconfiguran presupuestos, formatos y equipos. El marketing político exitoso, en cualquier latitud, opera como una orquesta: narrativa, datos y operación territorial sincronizados, con una métrica calendarizada.

Primero la narrativa, después el plan de medios. La era de los mensajes kilométricos terminó; mandar el mensaje breve, memorable y demostrable en clips de treinta segundos. La forma dejó de ser un detalle estético: el video vertical es la nueva plaza pública y el teléfono, la tribuna portátil. La estrategia efectiva define un arco argumental, origen, problema, solución, prueba, y lo desdobla en pequeñas historias que caben en la rutina diaria de la gente. El lenguaje es directo, la estética es nativa de plataforma, la cadencia es alta y la promesa es verificable. Sin esta arquitectura, cualquier presupuesto se evapora en impresiones frías y métricas vanidosas.

El segundo pilar es la capa de datos al servicio de la persuasión ética. No se trata de espiar; se trata de observar con disciplina. La segmentación que funciona no persigue rasgos sensibles, sino contextos: geografía, intereses declarados, momentos del día, conversaciones públicas, necesidades de cada territorio. La creatividad se prueba y se mejora como si fuera un producto tecnológico: se prueban titulares, ritmos, duraciones, llamadas a la acción. La compra de medios deja de ser una apuesta ciega y se convierte en un tablero de experimentos controlados. La métrica clave no son las vistas sino el incremento real en alcance, recuerdo, intención y asistencia. El objetivo final no es ganar la conversación, sino ganar la jornada electoral y luego sostener la gobernabilidad.

El tercer pilar es la operación. Las campañas profesionales montan un “cuarto de guerra” que opera 24/7: monitorea temas, corrige desviaciones, genera creatividad en horas, alimenta con argumentos y datos, y activa protocolos contra la desinformación. La velocidad importa, pero la coherencia importa más: responder no es reaccionar, es reafirmar el encuadre propio con hechos verificables y tono firme. La logística del territorio: formación de cuadros, calendarización de eventos, registro y contacto post evento, se gestiona como una cadena de suministro de atención: lo que empieza en un video acaba en una mano levantada, y lo que ocurre en una colonia regresa a la nube en forma de testimonio y prueba.

“Gobernar comunicando” ya no es un eslogan; es un método. Las figuras que comprenden esto mantienen un ritual informativo constante: informes periódicos, testimonios ciudadanos, métricas de avance y ventanas de rendición de cuentas traducidas a formatos simples. En lugar de perseguir la coyuntura, crean la agenda con hitos predecibles: lunes de resultados, miércoles de obra pública, viernes de ferias de empleo. Esa gramática convierte el gobierno en una narrativa en marcha, reduce la dependencia de terceros para legitimar logros y protege el capital político ante crisis inevitables. La transparencia se vuelve un producto comunicable: corto, verificable, compartible.

Hay una verdad incómoda: la creatividad sin orden es ruido caro; la disciplina sin creatividad es silencio inútil. De ahí surge un marco operativo simple y exigente. Uno, mensajes y símbolos antes que pauta: si el mensaje no cabe en diez palabras, no está listo. Dos, producción modular y diaria: una sesión de cámara rinde para una semana si se planifica con guiones y videos cortos. Tres, distribución con objetivos precisos: alcance incremental donde falte reconocimiento, frecuencia donde haya intención tibia, conversión donde exista base movilizable. Cuatro, medición útil: minutos vistos, alcance neto, costo por asistencia, crecimiento de voluntariado activo, tiempo de respuesta a crisis, cumplimiento regulatorio. Cinco, mejora continua: se documenta lo que funciona, se replica lo que rinde.

Hoy por hoy, el marketing político que mira al futuro asume que toda comunicación es una promesa con auditoría. De ahí, que el verdadero diferenciador no es un truco creativo ni una táctica de moda, sino la combinación entre una narrativa clara, una ejecución obsesiva por la calidad y una gobernanza de datos y procesos que aguante la presión del día a día. No hay atajos: se siembra atención, se cultiva confianza y se cosecha legitimidad. Cuando el discurso se vuelve hábito informativo, la audiencia lo busca para enterarse qué sigue.

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CAPITALES:  México ante el TMEC 2026: convertir la energía en ventaja competitiva

Francisco Treviño Aguirre

M México entra a una curva decisiva. En 2026 tendrá lugar la primera gran revisión del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) desde su entrada en vigor. El proceso ya comenzó: Estados Unidos abrió consultas, fijó recepción de comentarios y programó una audiencia pública para el 17 de noviembre de 2025; Canadá activó su propio calendario; y la Secretaría de Economía habilitó 60 días para recoger propuestas del sector productivo. No es un trámite menor: de esta revisión dependerá si el acuerdo se renueva por otros 16 años, y bajo qué reglas, o si se abre una fase de incertidumbre que enfríe la inversión justo cuando México compite por capturar la mayor ola de relocalización manufacturera en décadas.

El nearshoring ya no se define sólo por costos laborales, logística o reglas de origen. El nuevo centro de gravedad es la seguridad energética integral: contar con energía suficiente, predecible y medible, respaldada por permisos claros y tiempos de respuesta que puedan incorporarse a los cronogramas financieros de las empresas. En términos operativos, la gerencia de una armadora, un centro de datos o una planta de electrónica debe poder modelar su inversión sin que la variable “energía” sea una caja negra. Si México llega a la mesa de 2026 con una oferta verificable en permisos, transmisión, interconexión, almacenamiento y cumplimiento operativo, podrá blindar cadenas automotrices y de electromovilidad y atraer electrónica de mayor valor, data centers y manufactura avanzada. Si no lo hace, es previsible una mayor fiscalización ambiental y laboral por parte de Estados Unidos y un acceso más condicionado al mercado; la inversión seguirá en Norteamérica, pero buscará otras rutas.

Construir seguridad energética integral implica articular tres pilares. Primero, permisos previsibles y vinculantes con calendarios públicos y exigibles para generación, transmisión, distribución, importación y proyectos de abasto aislado o detrás del medidor. No se trata de abrir indiscriminadamente, sino de dar certidumbre técnica al “sí” y al “no” con plazos adecuados. Segundo, capacidad de transmisión donde hoy duelen los cuellos de botella: inversión en los corredores de mayor crecimiento del nearshoring y tiempos de interconexión compatibles con los planes de obra de la industria. Tercero, cumplimiento operativo medible: aplicación efectiva del Código de Red, despliegue de medición inteligente, programas de respuesta a la demanda y funcionamiento de mercados de servicios conexos que permitan al almacenamiento con baterías monetizar la flexibilidad que aporta.

El otro eje es la trazabilidad y el contenido regional. En una región que acelera la reindustrialización eléctrica, las cadenas de valor se reorganizan alrededor de energía confiable con menor huella de carbono. No se requiere sobre-regular, pero sí estandarizar metodologías que hoy generan fricción: cómo medir la intensidad de carbono del kilowatt-hora consumido por una planta; cómo certificar que un proveedor cumple con el Código de Red; cómo verificar los programas de respuesta a la demanda. Son preguntas técnicas con implicaciones comerciales. Si México ofrece un sistema simple para demostrar cumplimiento, auditorías profesionales y plataformas de medición digital con trazabilidad, los fabricantes podrán elevar contenido regional sin choques regulatorios ni litigios transfronterizos.

Llegar con ventaja a 2026 exige transformar la fecha en un hito de entrega, no de incertidumbre. Eso se traduce en proyectos ejecutivos de transmisión listos para licitación y construcción; normas de interconexión actualizadas y alineadas con mejores prácticas internacionales; mercados de servicios conexos que reconozcan y remuneren el almacenamiento de energía; y plataformas de medición en marcha que permitan reportar, auditar y comparar. Todo ello debe acompañarse de un compromiso público con plazos de resolución de permisos:120, 180 o 270 días que sustituyan cronologías indefinidas por calendarios exigibles.

La discusión energética no puede aislarse de la agenda de contenido regional. Cadenas automotrices, de electro-movilidad, electrónica avanzada y servicios digitales están elevando sus requerimientos de intensidad de carbono y resiliencia de suministro. Si México alinea su marco técnico, medición de emisiones por kWh, cumplimiento de Código de Red, respuesta a la demanda, con un sistema de certificación accesible y verificable, facilitará que sus proveedores acrediten valor regional sin fricciones y, con ello, que escale el contenido mexicano en productos finales de alto valor agregado.

Hoy por hoy, la oportunidad es clara: el nearshoring se decide en subestaciones, gabinetes de control y cronogramas ejecutados puntualmente, no en comunicados de prensa. El Estado debe facilitar reglas; el sector privado debe ejecutar y coinvertir donde corresponda; los reguladores deben medir y verificar con independencia. Esta distribución de roles reduce la incertidumbre, acelera proyectos y convierte a la energía en ventaja competitiva, no en restricción.

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CAPITALES:  De mi biblioteca: “Esto es Marketing, de Seth Godin”

Francisco Treviño Aguirre

En tiempos de ruido incesante, presupuestos apretados y una atención cada vez más fragmentada, Seth Godin propone un giro que a muchos les incomoda: el marketing no es gritar más fuerte ni comprar vistas, es provocar un cambio valioso en personas concretas. No se trata de conquistar al mundo, sino de servir con excelencia al grupo más pequeño de clientes que puede sostener tu proyecto. Ese enfoque, que parece modesto, es en realidad radical. Obliga a elegir, a renunciar, a entender de verdad a quién ayudas y por qué te elegiría a ti. Y cuando haces esa elección con honestidad, tu comunicación deja de perseguir aplausos y empieza a construir confianza.

La pregunta central del libro es tan simple como implacable: ¿qué cambio específico prometes y en quién? El marketing deja de ser una colección de tácticas y se convierte en una promesa creíble de transformación. Entre el punto en el que está tu cliente y el punto al que quiere llegar hay una tensión saludable; no se trata de manipular miedos, sino de invitar a moverse con argumentos, señales y experiencias que bajan la ansiedad del riesgo y aumentan la percepción de valor. Quien no provoca tensión aburre. Quien exagera la tensión rompe la confianza. El arte está en calibrarla.

Elegir el mercado viable más pequeño es el filtro que ordena el resto. Cuando declaras que no eres para todos, comienzas a ser profundamente relevante para alguien. En nuestra región, eso podría significar concentrarse en directores de planta que buscan una nave industrial con certezas de energía y logística, o en gerentes financieros que miden cada kilowatt y centavo de merma. Delimitar a ese grupo no empobrece el alcance; lo enriquece. Permite diseñar mensajes, precios, garantías y procesos que responden a criterios concretos de decisión. Mejor pocos bien atendidos que muchos a medias, porque de la satisfacción de los primeros nace el boca a boca que realmente paga las cuentas.

La empatía, en la visión de Godin, es un músculo estratégico. Implica comprender la visión del mundo del cliente, incluso si no estás de acuerdo. Antes de mandar un correo, de escribir un anuncio o de pedir un teléfono por WhatsApp, pregúntate qué promesa estás haciendo y si se cumple en los primeros segundos de la experiencia. El permiso no se compra; se gana. Una base de contactos que te lee con gusto, porque cada mensaje trae utilidad real, vale más que cualquier campaña fugaz. Quien te entrega sus datos espera respeto, frecuencia razonable y un beneficio inmediato. Ese es el contrato moral que evita que el marketing se confunda con spam y que la relación se desgaste.

Las personas compran historias que confirman quiénes son dentro de su comunidad. Ahí entra la noción de estatus, no como vanidad, sino como pertenencia. El precio comunica posición, el diseño comunica estándares, el servicio comunica respeto. Una propuesta clara, una demostración transparente, un proceso visible y una política justa son señales que ordenan la experiencia. Si prometes rapidez, que la primera respuesta llegue a tiempo. Si prometes ahorro, que el tablero de resultados se entienda sin traductor. Si prometes acompañamiento, que haya un responsable con nombre y tiempos definidos. Las señales coherentes hacen que la promesa deje de ser discurso y se vuelva un contrato de valor.

La tribu no se alimenta de likes, sino de rituales. La constancia es más poderosa que el golpe “viral”. Un boletín semanal con un dato local verificable, un resumen mensual de oportunidades reales, una sesión breve de preguntas y respuestas, un estudio de caso que muestre el antes y el después: esa regularidad crea hábito, y el hábito crea confianza. En mercados como el nuestro, donde la incertidumbre energética o regulatoria puede mover decisiones de millones, la marca que explica con calma, que admite límites, que comparte aprendizajes y que mejora en público se queda con el lugar más valioso en la mente del cliente: el de la orientación.

Las métricas importan, pero no todas pesan igual. La apertura de correos sin acción es ruido. Las visitas que no regresan son espejismo. Lo que revela salud es la retención, la recompra y la recomendación. También cuenta el tiempo que tarda un prospecto en llegar a su primer momento de claridad, ese instante en el que dice “ahora sí entiendo el valor”. Si ese tiempo se reduce, todo mejora. Y conviene observar el margen por segmento, porque no todos los clientes son igual de sanos. A veces vender menos a quien valora más es el camino más corto a la rentabilidad.

Hacer marketing es asumir la responsabilidad de la influencia que ejercemos. La pregunta no es solo si vendiste, sino si mejoró la vida de quien te compró. En contextos donde la reputación se construye a golpes de paciencia, la coherencia es un activo más sólido que cualquier truco táctico. La ética no es un adorno: es una ventaja competitiva, porque permite sostener la promesa en el tiempo y convertir a la tribu en comunidad.

La gran lección es que el marketing que funciona no compite por volumen de ruido, sino por profundidad de significado. Cuando defines con claridad el cambio que prometes, cuando eliges con valentía a quién sirves, cuando alineas tus señales con esa promesa y cuando te presentas con regularidad, el mercado deja de ser una lotería. El trabajo se vuelve un oficio. Y el crecimiento ocurre por acumulación de confianza, no por golpes de suerte. Si hoy reescribes tu promesa en una frase simple, si dibujas con honestidad el retrato de tu cliente ideal y si te comprometes a un ritmo de entrega que puedas cumplir, ya empezaste a practicar el marketing que propone Godin: uno que se siente cercano, que respeta la inteligencia del cliente y que transforma de verdad. Esa es la ruta más corta a construir una marca que no solo vende, sino que deja huella.

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CAPITALES:  El corredor estratégico de movilidad eléctrica: Coahuila–Nuevo León–Texas

Francisco Treviño Aguirre

En la actualidad es fácil entender lo que está pasando: la producción de vehículos eléctricos dejó de ser promesa y ya mueve decisiones de inversión, cadenas de proveeduría y empleos de ambos lados de la frontera. El corredor Coahuila–Nuevo León–Texas tiene todos los ingredientes para jugar en grande: ubicación, industria probada, talento y una cultura exportadora por excelencia. Pero tener todos estos factores no garantiza el éxito; es necesario tener orden y, sobre todo, estrategia. Y sí, hacerlo sin cerrar los ojos ante la conversación incómoda de la propuesta de aranceles desde el gobierno de Estados Unidos. Pero, entendámosla y diseñemos para competir a pesar de ella.

La primera estrategia es de mentalidad: dejar de apostar todo a “la planta ancla” y construir un ecosistema que rinda incluso cuando las decisiones macro se muevan. La historia económica es clara: los clústeres que florecen no son los que ganan una sola mega inversión, sino los que crean ecosistemas para cientos de negocios medianos que sobreviven a los ciclos. ¿Qué significa eso para este corredor? Proveedores que entregan a tiempo, universidades y centros educativos que ajustan programas con rapidez, gobiernos que quitan piedras del camino en lugar de inventar trámites, y ciudades que ofrecen calidad de vida para retener talento. Los grandes anuncios se aplauden; las cadenas resilientes se construyen.

Segunda estrategia: energía y agua como ventaja competitiva, no como talón de Aquiles. Una empresa no se instala donde la factura es más barata una vez, sino donde el suministro es estable siempre. Por eso el corredor debe hablar de “energía garantizada”: planeación de capacidad, gestión de picos, contratos confiables y, cuando haga sentido, soluciones de generación cercana a la demanda. Lo mismo con el agua: medición, reutilización, infraestructura y transparencia. Si queremos atraer manufactura avanzada, tenemos que demostrar que al abrir la llave o encender el switch, lo que sale o se enciende no es incertidumbre.

Tercera estrategia: talento local. La electrificación trae nuevos oficios, pero la base es la misma: técnicos y profesionistas que resuelvan problemas de producción, logística y calidad. El truco no es crear carreras nuevas cada seis meses, sino sintonizar lo que ya existen: mecatrónica, metal-mecánica, plásticos, logística, software aplicado a manufactura. Programas duales, certificaciones cortas, inglés funcional y actualización continua en piso de planta. Si cada empresa que llega tiene que formar desde cero, perdemos tiempo y margen; si el corredor ofrece una “línea de ensamble” de talento, ganamos todos.

Cuarta estrategia: cadenas de proveeduría con sentido práctico. Hay oportunidades para PYMES que no requieren millones en maquinaria, pero sí disciplina y servicio. Piezas de soporte, empaques, subconjuntos, mantenimiento, pruebas, logística especializada, servicios de documentación y cumplimiento. ¿Qué les compran los grandes a proveedores cercanos? Tiempo, tranquilidad y respuesta. Tiempo cuando hay urgencias, tranquilidad cuando hay auditorías, respuesta cuando cambia una especificación. Si una PYME entrega eso, entra. Si además sabe operar requisitos de origen para vender en Norteamérica, se queda.

Quinta estrategia: diplomacia empresarial. No esperemos a que las cúpulas arreglen todo. El corredor puede hacer “diplomacia comercial” a ras de piso: cámaras binacionales, misiones de negocios con agenda prácticas, acuerdos de compra con metas claras, y, sobre todo, documentación compartida que le quite fricción a cada operación transfronteriza. El lenguaje común no es la retórica; son las órdenes de compra, los certificados y los tiempos de cruce. Si reducimos ese costo invisible, el corredor se vuelve más atractivo sin gastar un centavo en incentivos.

Sexta estrategia: logística con reloj en mano. Lar armadoras no perdonan retrasos: prueba hoy, corrige mañana, produce el viernes. Este corredor tiene cruces, carreteras y aeropuertos, pero necesita algo más: coordinación. Ventanas de despacho extendidas, patios inteligentes para evitar filas, paquetería urgente para prototipos, y acuerdos con aduanas para trámites preaprobados. El tiempo muerto quema margen; el tiempo bien administrado crea lealtad. Cuando un comprador en Texas sepa que desde Saltillo o Monterrey puedes ponerle en la mesa un lote piloto en poco tiempo, los aranceles le preocuparán… pero menos.

Séptima estrategia: financiamiento y seguros que jueguen con la manufactura. Las PYMES no crecen por falta de ganas, sino por ciclo de efectivo. Si el corredor quiere multiplicar proveedores, necesita multiplicar instrumentos: crédito de capital de trabajo amarrado a órdenes de compra, factoraje con tasas razonables, seguros de crédito para exportación y programas que fidelicen la entrega perfecta. No se trata de regalar dinero; se trata de profesionalizarlo. Un proveedor que cobra en 90 día se ahoga; uno que tiene financiamiento sobre contrato respira, cumple y vuelve a facturar.

Hay quien mira la electrificación automotriz y ve incertidumbre. Pero en realidad es un examen: de coordinación, de disciplina y de ambición inteligente. Nadie puede garantizar que los aranceles no cambien la ecuación; lo que sí podemos garantizar es nuestra capacidad de adaptarnos. El corredor Coahuila–Nuevo León–Texas ya compite todos los días: exporta, resuelve, aprende. Lo que sigue es jugar como región y dejar de pensar que cada quien está por su lado. El futuro no es de los más grandes, sino de los que mejor se adaptan.

Hoy por hoy, el corredor tiene lo necesario para ser referente continental en movilidad eléctrica: industria madura, talento con ganas de crecer y una cultura de trabajo que no se aprende en un seminario. Los aranceles, si llegan, serán una curva en el camino, no una pared. Si actuamos con cabeza fría y manos firmes, podemos salir de esta transición más fuertes, con cadenas regionales más sólidas, empleos de mayor calidad y PYMES que pasen de sobrevivir a liderar. Nuestro reto no es esperar el viento a favor; es ajustar las velas. Y entre Coahuila, Nuevo León y Texas, sopla lo suficiente como para llegar muy lejos.

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CAPITALES: El precio oculto de la inteligencia artificial: entre el progreso y la crisis energética

Francisco Treviño Aguirre

La inteligencia artificial (IA) se ha posicionado como la gran promesa del siglo XXI. Sus aplicaciones van desde diagnósticos médicos de precisión hasta sistemas financieros automatizados, pasando por la creación de fármacos o el diseño de algoritmos capaces de emular la creatividad humana. Su impacto económico es tan relevante que organismos internacionales prevén que añada trillones de dólares al PIB mundial en la próxima década. Sin embargo, tras este relato triunfal se esconde un dilema: la IA es una de las tecnologías más intensivas en consumo energético de nuestra era. Los grandes modelos de lenguaje y las redes neuronales requieren vastos centros de datos que operan permanentemente, demandando electricidad a niveles comparables con países enteros. Algunos estudios calculan que para 2030 el consumo energético de la IA podría equipararse al de economías medianas.

Este escenario plantea una paradoja: la herramienta llamada a resolver la crisis climática y a optimizar el uso de recursos es, al mismo tiempo, un generador creciente de emisiones indirectas debido a su insaciable necesidad eléctrica. El costo no es menor. Entrenar un solo modelo de IA a gran escala puede consumir tanta energía como la que un automóvil requiere en toda su vida útil. A ello se suma el consumo cotidiano derivado de millones de usuarios interactuando con estas plataformas. En un contexto de transición energética, donde cada kilowatt importa, este fenómeno abre un debate sobre la viabilidad ambiental del boom tecnológico.

No obstante, la historia demuestra que las crisis suelen detonar soluciones disruptivas. La clave podría residir en la convergencia tecnológica: la combinación de IA con energías renovables, almacenamiento y redes eléctricas inteligentes. Lejos de ser un obstáculo, la IA podría convertirse en catalizador de la transición energética. Aplicada al sistema eléctrico, la IA puede analizar datos masivos de sensores, medidores inteligentes y pronósticos meteorológicos para anticipar la demanda y disponibilidad de energías limpias. Esto permite a las empresas equilibrar la red en tiempo real, reduciendo pérdidas y optimizando el uso de fuentes renovables. En este rol, la IA actúa como el “cerebro” que orquesta el flujo energético, facilitando una menor dependencia de combustibles fósiles.

El almacenamiento energético constituye otro eslabón crítico. Tecnologías como baterías de litio, sistemas de flujo o bombeo hidroeléctrico solo alcanzan su máximo potencial si se gestionan de manera inteligente. La IA puede determinar cuándo cargar o descargar, extendiendo la vida útil de las baterías y garantizando estabilidad en horas de baja producción renovable. Así, se avanza hacia un modelo energético más confiable, donde la intermitencia deja de ser un obstáculo.

El impacto de la IA se extiende al terreno de los materiales y la innovación. La llamada informática de materiales utiliza algoritmos para explorar millones de combinaciones atómicas y predecir cuáles pueden mejorar de manera disruptiva paneles solares, turbinas eólicas o baterías. Procesos que antes requerían décadas de investigación se reducen a meses, acelerando la disponibilidad de tecnologías limpias. También abre una nueva era de transparencia ambiental. Proyectos como Carbon Mapper combinan satélites y algoritmos para detectar fugas de metano y dióxido de carbono con precisión inédita. Esta capacidad permite identificar responsables de la contaminación en tiempo real y elimina la excusa de la falta de información.

Más allá de la técnica, el debate es político y ético. Los centros de datos se concentran en países desarrollados, mientras que los costos ambientales y energéticos pueden recaer sobre naciones emergentes con sistemas eléctricos más frágiles. Además, surge una interrogante: ¿quién debe pagar la factura de la huella energética de la IA? ¿Las grandes tecnológicas que concentran el poder de los algoritmos, los gobiernos que los promueven o los consumidores que los usan? No existen respuestas sencillas, pero eludir la pregunta sería irresponsable. La IA encarna la gran paradoja de nuestro tiempo: puede ser al mismo tiempo verdugo y salvadora en la batalla por la sostenibilidad.

Hoy por hoy, La inteligencia artificial no es la panacea que sus evangelistas venden, sino una moneda de dos caras: mientras promete salvarnos de la crisis climática, podría estar cavando la tumba energética del planeta. La verdadera pregunta no es si la IA puede ayudarnos, sino si tendremos la valentía de obligar a las grandes tecnológicas a pagar la factura de su voracidad eléctrica, en lugar de cargarla sobre los países pobres y los consumidores comunes. Porque, al final, lo realmente peligroso no es la inteligencia de las máquinas, sino la ceguera de los humanos que las dirigen.

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