Jaime Martínez Veloz
El Subcomandante Marcos entró desarmado, tras entregar sus armas a doña Rosario Ibarra. Su presencia, vestida de café, con cartucheras cruzadas y una gorra con estrella sobre la capucha, conmovió a todos. Reconoció errores, expresó críticas, pero también abrió la puerta al diálogo. Advirtió que, si la CONAI y la COCOPA fracasaban, se perdería todo, incluso el país.
Sin embargo, lo más profundo ocurrió horas después, en otra cabaña más pequeña, a las cuatro de la madrugada. En ese espacio íntimo, entre humo, silencio y palabra, tuve una conversación privada con Marcos. Lo acompañaba el Mayor Moisés. Le regalé una pipa y tabaco que había traído desde Tijuana. Fue un gesto sencillo, pero cargado de respeto: un puente entre la frontera norte y la selva chiapaneca, entre la memoria personal y la insurgencia colectiva.
Durante esa charla, le hablé de mi hija Tania. Le conté que dos años antes, su madre, Irene, había fallecido de cáncer. Que desde entonces, Tania y su hermana Adriana vivían una tristeza profunda, que ni el tiempo ni las palabras lograban disipar. Marcos escuchó con atención, sin interrumpir. No ofreció respuestas fáciles. Sólo dejó que la noche siguiera su curso, como si supiera que la palabra justa no se improvisa, sino que se gesta.
Horas después, el comandante Tacho me pidió que lo siguiera. Me entregó una carta escrita por Marcos, dirigida a Tania. Era una ofrenda poética, un gesto insurgente de ternura. Un documento que no hablaba de estrategia ni de política, sino de consuelo, de afecto, de dignidad

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