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La Democracia llegó a la Justicia

Mauricio Vega Luna 

“Con el Pueblo todo, sin el Pueblo nada.” - Benito Juárez 

Si bien para muchas personas el domingo pudo pasar desapercibido, lo cierto es que lo que vivimos fue histórico. Personalmente, crecí dudando de la política democrática. Es cierto que se avanzó mucho en las últimas décadas del siglo pasado, pero, siendo honesto, jamás pensé que algún día llegarían personas distintas a los puestos más altos de toma de decisiones en el país. Especialmente a la presidencia, el cargo más importante en nuestro sistema político. Pensé que siempre sería ocupado por la misma clase política que se repartía el poder público y lo ponía al servicio de intereses privados y lejanos a la gente. Y sobre todo, jamás pensé que algún día llegaría alguien por quien yo hubiera votado.

Desde que pude ejercer el voto, lo hice con la ilusión de que llegara a la presidencia un político honesto, un luchador social comprometido. Pero nunca pensé que ese día llegaría. Hasta 2018, el año en que todo se volvió posible.

Desde entonces, los cambios no han dejado de llegar. Y el que vivimos este domingo es, sin duda, uno de los más trascendentales.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación —y el poder judicial en su conjunto— ha sido históricamente percibido como el poder más lejano. En un país donde cualquier poder ya se siente distante, destacar por ser el más alejado de la ciudadanía no es menor. Esa lejanía se ha venido corrigiendo en el Ejecutivo. Las tasas de aprobación de AMLO y ahora de la presidenta Sheinbaum así lo demuestran. Pero independientemente de las encuestas, tanto el poder ejecutivo como el legislativo cuentan con un mecanismo básico de rendición de cuentas: el voto. A través del sufragio, se premia o castiga a quienes ocupan cargos públicos.

Sin embargo, el poder judicial no contaba ni siquiera con ese mínimo. Esto no solo lo alejaba de la gente, sino que lo aisló al punto de permitir que sus integrantes desobedecieran el tan popular mandato de austeridad republicana sin consecuencias. No redujeron sus privilegios ni sus onerosos gastos.

Por eso lo ocurrido este domingo marca un parteaguas. No solo en la historia nacional sino de la humanidad pues en ningún país del mundo se ha visto antes. Independientemente de la composición final del nuevo poder judicial, su origen democrático es en sí mismo una renovación profunda. Sin duda todo método es perfectible, y ya hay quienes están haciendo propuestas muy interesantes para mejorarlo, pero lo que no queda duda es que la elección popular de ministros y ministras, magistraturas, y jueces y juezas representa un paso hacia la construcción de un poder judicial más cercano, más responsable y más legítimo. 

El frijolito en el arroz

Es una lástima que la oposición a la reforma judicial haya decidido no participar. Con el conteo final, sabemos que se necesitaban entre 3 y 6 millones de votos para colocar a una persona en la Suprema Corte. Para darnos una idea: en las elecciones legislativas de 2024, el PAN obtuvo 10 millones de votos, el PRI 6 millones y MC otros 6. Si algún grupo —de intelectuales, medios, académicos o sociedad civil organizada— hubiera hecho campaña por perfiles propios, por muy complicadas que fueran las reglas, probablemente habría logrado colocar a dos, tres o hasta cuatro ministros cercanos a su visión.

Ahí había 22 millones de votos que no fueron para la 4T. ¿Nadie pensó en convocarlos? ¿En aprovechar esa oportunidad?

Incluso si las condiciones les parecían desfavorables, podrían haber impulsado al menos un perfil propio. Que llegara a la corte y se volviera el vocero de quienes no están de acuerdo con el gobierno. Lo puedo imaginar: el "ministro de la resistencia", el "ministro opositor", dando ruedas de prensa, denunciando abusos, señalando errores, agitando el debate público desde adentro. Quizás ahí habría surgido el rostro que tanto buscan para enfrentar la hegemonía de la Cuarta Transformación.

Pero no. Prefirieron lo fácil: no jugar el juego. Deslegitimar el proceso en lugar de competir. Pareciera que tomaron lecciones de las oposiciones fracasadas en América Latina quienes, al final, comprendieron demasiado tarde que no presentarse es renunciar.

Y ni siquiera el camino de la deslegitimación ha funcionado. Las organizaciones internacionales y los mercados han respondido con calma y reconocimiento a la jornada democrática. Lo que esta oposición actual no pudo ver es que tenían delante el mejor ejemplo posible: ¿Qué hacía la oposición mexicana durante los años del viejo régimen, cuando las elecciones eran grotescas simulaciones? Se presentaba, luchaba, denunciaba el fraude... y se preparaba para la siguiente. No porque avalaran el autoritarismo, sino porque sabían que no puede vencerse a quien nunca se rinde. Porque para quien busca el cambio político de manera pacífica el camino siempre es la vía democrática. Existen otros mecanismos de avance, de protesta, sí, pero el más importante, el que nunca debemos abandonar es el electoral. Sigo esperanzado en que la oposición encuentre rumbo y canalice sus demandas por las vías democráticas, creo firmemente que esto nos haría un mejor país.  

Una justicia con rostro nuevo

Los aires de renovación ya se sienten. Ayer se hizo oficial que el primer presidente de la nueva Suprema Corte será Hugo Aguilar Ortíz, abogado de origen mixteco con trayectoria en derechos humanos y defensa de los pueblos originarios. Su visión plantea una transformación del poder judicial para que responda mejor a la realidad social del país. En sus propias palabras: “La justicia debe ser útil, generar paz y estar alineada con la realidad de las personas, especialmente de quienes han sido históricamente excluidos.”

Este solo hecho debería hacernos sentir orgullosos de ser mexicanos. De creer en la democracia. De seguir apostando por ella como la herramienta más poderosa para transformar la vida de nuestra población.

La magia de la democracia

Mauricio Vega Luna

Estamos atestiguando uno de los cambios políticos más importantes de las últimas décadas. Nadie podría negarlo, la elección del poder judicial es una renovación como no hemos visto en nuestras vidas. Son muchos los cambios que hizo la reforma al poder judicial, pero sin duda el cambio más drástico es el que tiene que ver con la elección directa de personas juzgadoras. Juzgados, magistraturas y hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación serán integrados por personas electas democráticamente. 

La gran mayoría de la gente está a favor de este avance democrático como lo hemos visto en las encuestas tanto de Enkol como de Pew Research, cerca del 70% de la gente ve este cambio de forma positiva. Sin embargo, también hemos visto resistencia de ciertos sectores que prefieren que las cosas se queden como están. Por buenas o malas razones, quienes buscan descalificar la efectividad de la elección, básicamente hacen un argumento en contra de la democracia. Mala estrategia. Las voces más moderadas se limitan a señalar que si bien la democracia es deseable, elegir no es suficiente para garantizar un cambio verdadero. Se equivocan. Y la mejor manera de ver lo efectivo que puede ser el someter un puesto a elección popular es recordar la elección presidencial del 2018.

En vísperas de la toma de protesta del entonces Presidente Electo Andrés Manuel López Obrador, la aprobación del Presidente de la República saliente, Enrique Peña Nieto, estaba en mínimos históricos. Era conocida por todos y todas la poca legitimidad y popularidad que el entonces presidente tenía. Las encuestas más optimistas ponían su aprobación en 30%. Sin embargo, a partir del 1ero de diciembre de 2018 como por arte de magia, la popularidad del Presidente de la República tuvo un ascenso dramático hasta rondar el 80%. Sin llevar a cabo ninguna reforma, la valoración que la ciudadanía tenía del poder ejecutivo inmediatamente dió un salto positivo. ¿Qué pasó? ¿Cuál fue la variable que movió el dato tan dramáticamente? Simplemente cambió la persona que ocupaba el puesto. La persona a cargo terminó su periodo y fue sustituída por otra. Ésta es la magia de la democracia. Por muy mal que un servidor público haga su trabajo, tiene un límite de tiempo. En otras palabras, en la democracia no hay mal que dure cien años. 

La herramienta del voto nos permite tener en nuestras manos el control de nuestro destino como nación. Es la diferencia fundamental entre un sistema democrático y uno oligárquico. En las oligarquías, deciden unas cuantas personas que no han sido electas por nadie. A veces se justifican declarando tener el derecho divino de gobernar, como en las monarquías. Otras veces se justifican argumentando que deben ser expertos los que gobiernen. Que los especialistas saben más que la mayoría y tienen mayor claridad en el rumbo que debe tomar el país. Así justifican no tomar en cuenta la opinión de la gente.

En cambio, en las democracias (demo-cracia: “demos” = pueblo, “kratos” = poder), se tiene por fundamento principal que el pueblo mande. Que el demos ejerza el kratos es un requisito indispensable para hablar de una democracia. Este principio dogmático de que el pueblo debe mandar en una democracia, tiene como ejercicio principal la elección de los puestos de representación. Antes de tomar cualquier decisión debemos elegir quién hablará por nosotros y quién tomará decisiones por nosotros, pues escuchar a todas las personas una por una sería imposible. A través del método de elección popular hemos concretado el mejor artefacto para escuchar la voluntad de la mayoría. 

Este sencillo pero poderosísimo método nos ha hecho posible la alternancia en el poder legislativo y ejecutivo en nuestro país. Hemos podido pasar de tener gobernantes y representantes que en su mayoría servían a intereses ajenos al pueblo, a tener verdaderos representantes populares. Y fue gracias a la fuerza y constancia del pueblo que nunca abandonó la vía democrática. Es esa vía democrática la que ahora se busca expandir al poder judicial. Un poder que ha permanecido lejano al pueblo. Se ha resistido a la rendición de cuentas que debería tener cualquiera que ejerza autoridad y dinero público. 

Hemos visto también cómo sus miembros se han resistido a los nuevos tiempos negándose a bajar sus gastos onerosos y han desobedecido la Constitución al negarse a bajar sus salarios. Ante esta negativa, el Pueblo sabio, constante y de profundas convicciones democráticas decidió otorgarle a sus representantes la mayoría calificada requerida para democratizar el poder judicial. 

Sin duda la reforma judicial promulgada por el entonces Presidente Andrés Manuel López Obrador tiene muchas virtudes (austeridad republicana, rendición de cuentas en el tribunal de disciplina, tiempos límite para juicios), pero la fundamental es la elección de personas juzgadoras. Es este el componente que habrá de regenerar ese poder corrupto e ineficiente.

Los jueces y las juezas, los magistrados y las magistradas, los ministros y ministras, todas y todos se volverán verdaderos representantes populares. La legitimidad que les dará llegar con el voto los hará tener la arrogancia de sentirse libres y la humildad de deberse al pueblo que los puso ahí. Al menos ésa es la intención detrás de este cambio profundo. 

De modo que no debemos temer consecuencias negativas de la democracia, la democracia nunca es un retroceso. Es esta convicción la que nos llevará a mejorar nuestra vida pública, volverla cotidiana y acercarnos cada vez más a ese anhelo escrito en nuestra Constitución que dice: “que la democracia no sea solamente una estructura jurídica y un régimen político, sino un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Es el Pueblo

Mauricio Vega Luna 

A raíz del éxito del trumpismo en EE.UU así como de otras opciones ultraconservadoras en Europa, ha surgido un debate en el pensamiento progresista occidental sobre qué hacer para enfrentar esta ola reaccionaria que parece imparable. En mayo pasado, dos intelectuales prominentes se sentaron para tener un diálogo al respecto. De un lado el francés Thomas Piketty, uno de los principales economistas de Europa, un socialista que ha estudiado los efectos de la desigualdad. Y del otro, Michael Sandel de Harvard, uno de los filósofos políticos más actuales de Estados Unidos. 

Ambos académicos coinciden en que la extrema derecha ha logrado atraer a la clase trabajadora al enfocarse en sus problemas materiales y darles una dimensión identitaria, mientras que los demócratas en EE. UU. han quedado asociados a las élites. En Europa, destacan el crecimiento del voto a la ultraconservadora Marine Le Pen en ciudades pequeñas, donde la migración es baja pero el descontento es alto.

Sandel menciona que los progresistas deberían meterse de lleno en los lugares escabrosos del debate público. Primero con una crítica a la postura progresista de promover la educación como única vía de movilidad social, pues esto refuerza la idea de que los "perdedores" de la globalización son responsables de su fracaso. Y segundo con la migración, un tema que la ultraderecha ha capitalizado enormemente. Para Sandel la falta de un discurso patriótico de parte de la izquierda ha dejado el campo abierto para que la derecha impulse su agenda xenófoba. 

Piketty sostiene que el voto por Trump o Le Pen se debe más a la pérdida de empleos en el sector manufacturero que a la inmigración. Sandel objeta que la preocupación por la inmigración es alta incluso en lugares con pocos migrantes, a lo que Piketty responde que la izquierda ha ignorado los problemas de comercio y empleo. Según él, los progresistas no pueden competir con la derecha en discurso identitario; deben centrarse en las preocupaciones materiales de los votantes.

En síntesis, ambos advierten que el progresismo no está ofreciendo respuestas efectivas a la frustración de la clase trabajadora, lo que deja espacio a la ultraderecha para capitalizar ese descontento.

Ante este interesante intercambio, surge un tercer participante desde España. El comunicador político Pablo Iglesias escribe un comentrario al debate que titula “Es la Ideología, estúpidos”, en un clara alusión a la frase “Es la economía, estúpido” que proviene de la campaña electoral que enfrentó en 1992 a Bill Clinton y George Bush. Para Iglesias, el debate que la izquierda tenga sobre qué debe ofrecer a sus votantes es importante pero no tanto como piensan Sandel y Piketty. Señala que ambos omiten un factor clave en el auge de la ultraderecha: el papel de los medios de comunicación y el ecosistema cultural: no basta con evaluar los programas políticos, ya que la identidad no se activa solo a partir de las ofertas partidarias, sino a través de dispositivos mediáticos que configuran el sentido común.

Continúa su argumento destacando que la ultraderecha no se caracteriza por la coherencia de su discurso—ejemplificando con las contradicciones entre Trump, Milei y los partidos europeos—sino por su capacidad de dominar el entorno mediático y cultural. En EE. UU., el fenómeno Trump no se entiende sin la influencia de FOX News y del mismo modo . recuerda que Clinton no ganó solo por tener razón, sino porque tuvo los medios para imponer su discurso.

En resumen, por un lado Piketty y Sandel ponen el énfasis en el contenido del discurso del centro-izquierda y por el otro, Iglesias lo pone en el poder mediático como generador de identidad. 

Ante estas interesantes reflexiones sobre cómo ganar desde el progresismo en un ambiente mediático hostil y ante unas élites políticas desdibujadas, vale la pena recordar las lecciones del caso de éxito que ha sido el humanismo mexicano. 

En 2018, teniendo todo el ecosistema mediático en su contra, AMLO y su movimiento lograron contra todo pronóstico contrarrestar la fuerza de ese ecosistema, volver su narrativa la dominante y lograr una victoria electoral histórica. Apunto algunas de las claves de aquella hazaña para reflexionar sobre el deber del progresismo.

Coherencia narrativa: El discurso de AMLO no solo fue sólido en su estructura, sino también congruente con sus acciones y propuestas. Su honestidad y compromiso con la lucha contra la corrupción fueron clave para ganar la confianza de la población. Si su honestidad se hubiera visto comprometida, su principal herramienta se hubiera descompuesto.

Estructura del mensaje: A diferencia de discursos vagos como el de Trump ("Make America Great Again"), AMLO reconoció la grandeza histórica y cultural de México, no como una nostalgia del pasado, sino como una base para construir un futuro mejor. Su discurso aludía a los grandes momentos de nuestra fecunda historia política y a nuestros orígenes milenarios llenos de valores morales y espirituales. Ambos pilares nos ubican a los mexicanos como sujetos en una posición de valor frente a la historia pasada pero sobre todo frente a la historia futura. No es una nostalgia por un pasado glorioso, es una remembranza de que hemos sido, somos y seremos siempre una potencia cultural y espiritual. Solo hacía falta vencer a las élites corruptas y llevar esa grandeza a las instituciones. 

Trabajo de calle: AMLO dedicó años a recorrer el país, escuchando a la gente y difundiendo su mensaje de cambio. Esta labor física y metodológicamente ardua le permitió conectar directamente con la población. Además, fundó el movimiento Morena y el periódico Regeneración, que llegó a distribuir 2 millones de ejemplares, convirtiéndose en una herramienta clave para contrarrestar la hegemonía mediática. Este periódico, sencillo pero efectivo, resumía la actualidad, denunciaba los abusos del gobierno en turno y proponía una alternativa al régimen neoliberal. Estas herramientas modestas en costos pero gigantes en penetración lograron contrarrestar la hegemonía mediática de los grandes medios y junto con las redes sociales, se logró poner en boga un nuevo sentido común humanista, patriótico y esperanzador.

En conjunto, estos factores permitieron a AMLO y su movimiento superar la narrativa impuesta por los poderes políticos, mediáticos y económicos, generando una ola democrática que puso fin al periodo neoliberal en México en 2018. 

A la luz de estas claves, creo que los tres participantes del debate tienen algo de razón. La coherencia del mensaje, su componente identitario, así como la cercanía del mensaje con la gente que busca interpelar son elementos importantes para garantizar el éxito del discurso. Pero también es cierto que para que ese discurso logre contrarrestar la infraestructura del poder mediático es necesario crear estructuras propias, canales, programas, periódicos y sobre todo la comunicación a pie de calle, puerta a puerta. No solo para mantener siempre aceitada la narrativa sino para nunca perder la conexión con la gente. En palabras de Andrés Manuel López Obrador: Es el Pueblo. Pueblo, Pueblo, Pueblo. 

"500 días": luz en medio del encierro

71dj6-npLJL._SL1500_.jpgMauricio Vega Luna

"Escribir libros es una aventura en la que, para poderte encontrar, necesitas haberte perdido" - Philip Roth

Hay libros que narran una historia. Otros, como 500 días de Medardo y Luz, hacen algo más: transforman. No solo al protagonista, sino también al lector. Lo sacuden, lo invitan a mirar de nuevo el mundo y sus grietas, y le muestran que incluso desde la prisión más oscura puede brotar la luz.

Medardo pasó 500 días encarcelado injustamente. Pero este no es (solo) un libro sobre una detención arbitraria ni sobre la violencia del sistema penitenciario. Es, sobre todo, el relato de cómo una experiencia límite puede volverse una travesía de crecimiento, solidaridad y sentido.

Desde su celda, Medardo no solo sobrevive, sino que se convierte —casi sin proponérselo— en un referente para otros. A través de clases de yoga, desarrollo humano, fútbol y cine de valores, crea junto con otros internos un espacio de humanidad dentro de un entorno pensado para despojar de ella. Su rol de "sensei" no lo distancia de los demás: él mismo se reconoce como un alumno más, aprendiendo de cada historia, de cada encuentro.

La otra voz del libro es Luz, terapeuta y amiga, cuyo acompañamiento fue clave en este proceso. Sus memorias aportan una segunda mirada: más íntima, más filosófica, pero igual de luminosa. Las conversaciones entre ambos son un hilo sutil que conecta dos mundos separados por los barrotes, pero unidos por la confianza, el cariño y una fe profunda en el poder de la transformación.

Uno de los ejes que atraviesa el libro es la reflexión sobre el tiempo. 500 días no solo mide el paso del cronómetro, sino que nos invita a pensar en el tiempo cualitativo, ese que deja huella, el que transforma. Para la mitología griega el tiempo tiene dos concepciones. Una es el tiempo cronológico, Cronos, que es cuantitativa. Ese que podemos medir: dos segundos, 1 minuto, 3 horas, 500 días. Y Kairós representa el tiempo significativo, cualitativo. Esos instantes que impactan nuestras vidas como individuos o como humanidad y que nos dejan huella para siempre. Por eso se dice que hay décadas en las que no pasa nada y días en los que pasan décadas. Porque a veces por mucho tiempo que pase si no es significativo no es igual en dimensión. Eso que para las religiones cristianas son Los Tiempos de Dios. En esta historia podemos ver ilustrada esta diferencia pues si bien sabemos que fueron 500 días de encierro, los momentos significativos fueron inconmensurables. 

El relato está lleno de escenas memorables, desde el inicio absurdo y violento —una detención en traje de baño, cerveza en mano— hasta la inesperada organización de un torneo de fútbol digno de película. Con mercado de fichajes, egos de los mejores futbolistas y hasta una final con "estadio" lleno. Pero lo que más conmueve son los personajes: compañeros de celda con pasados duros y corazones enormes, internos sabios que aconsejan a los más jóvenes, y amistades que se forjan en la adversidad.

No es un libro cómodo. Nos confronta con la arbitrariedad del sistema de justicia, con la fragilidad de nuestras certezas, con lo fácil que es mirar hacia otro lado. Pero también nos recuerda que incluso en el dolor, hay lugar para el juego, la enseñanza, la compasión.

500 días es, en el fondo, un homenaje a la dignidad humana. A la posibilidad de construir sentido aún en las circunstancias más hostiles. Y sobre todo, al poder de una red de apoyo, de una comunidad que sostiene, que escucha y que no suelta. El poder de servir a los demás. 

Gracias, Medardo. Gracias, Luz. Por abrirnos la puerta a un mundo al que pocos quieren mirar, y por hacerlo con tanta belleza, honestidad y esperanza.

 

500 días está dispoible en Amazon.

La estrategia de México frente a Trump

241127-sheinbaum-trump-mn-1115-6424cd.jpegMauricio Vega Luna

La Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo supo manejar el primer gran embate con el renovado estilo de gobernar de Donald Trump. Tanto dentro como fuera de México, su capacidad de liderazgo es cada vez más reconocida. Y esto nos conviene a todas y todos: entre más fuerte sea la imagen de nuestra lideresa nacional, más sólida será nuestra posición al negociar con la gran potencia del norte.

Es especialmente destacable el respaldo casi total que recibió en esta coyuntura. Destaca especialmente el apoyo que ha recibido por parte de las cámaras empresariales y de gobernadoras y gobernadores de todos los colores políticos. Quizá faltaron algunos actores políticos para lograr una unidad total, pero su ausencia es menor. Son esos medios que cada vez menos gente ve y esos políticos por los que cada vez menos gente vota. En general, lo ocurrido este fin de semana fue excepcional: un país unido, arropando a su Presidenta frente a las amenazas del vecino abusivo. Y ella no nos defraudó. Encabezó la defensa de nuestra soberanía y negoció buscando el menor daño posible. Fueron horas de mucha incertidumbre pero logró salir avante y puso, de nuevo, el nombre de México en alto. 

Pero esto fue apenas una batalla en lo que será una tensa relación con el vecino del norte. Ante lo que se nos avecina, uno de las mejores herramientas en este contexto sigue siendo el Plan México, cuyo pilar central es continuar lo que fue planteado en su momento por el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador: fortalecer la alianza económica en América del Norte como paso previo para consolidar a todo el continente como un bloque económico capaz de hacer contrapeso a la hegemonía asiática. Este enfoque, por supuesto, choca frontalmente con la idea de imponer aranceles entre países de la misma región.

Por eso, la estrategia debe seguir en esa lógica: alinear nuestros objetivos materiales con los objetivos narrativos del showman-en-jefe. Si nuestro plan de desarrollo económico incorpora elementos que Trump pueda presentar como victorias, aunque sean solo discursivas, será sostenible al menos durante los cuatro años que estará en el poder.

Trump es muy consciente de lo que lo llevó a perder la presidencia en 2020. La gestión de la pandemia fue determinante, pero también lo fueron el estancamiento económico y el alza en los precios. Esos fracasos le hicieron perder el control de la narrativa de "ganador" que lo caracteriza. Y aunque una parte de su electorado le es siempre fiel, otra lo abandonó ante la adversidad.

Hoy, aunque el contexto ha cambiado, sus prioridades son las mismas: controlar la narrativa a toda costa. Es difícil sostener que está haciendo un excelente trabajo si la inflación se dispara, los precios suben y los salarios no. Por eso, antes de hacer realidad la amenaza de los aranceles, prefiere llevarse una victoria simbólica: reforzar su narrativa anti-inmigrante y anti-drogas.

Su discurso proteccionista anti-déficit, cuya pieza clave son los aranceles, queda en segundo plano porque el riesgo de una guerra comercial con sus principales socios es mayor que los beneficios de cumplir esa promesa. Ya en su primer mandato demostró que, si hay un país con el que está dispuesto a entrar en una guerra arancelaria, es China. Y esta semana siguió en esa línea al poner un 10% de aranceles en sus productos. Sin embargo, contra México y Canadá la amenaza fue del 25%, un número tan alto que lo hace poco viable.

En este sentido, sostengo que la amenaza de los aranceles es, en el fondo, una versión más sutil de una amenaza militar. La lógica es la misma: usar el miedo al uso de la fuerza para obtener una negociación favorable. Pero la verdadera estrategia de Trump no es económica, sino mediática: necesita victorias rápidas que le permitan sostener la narrativa de que está restaurando la grandeza de su país.

Esto no significa que sea inofensivo. Como he sostenido en artículos anteriores, el elemento más dañino del trumpismo es su poder narrativo. Su brutalidad cínica y desvergonzada ha cambiado el sentido común dentro y fuera de EE.UU. Lo que antes considerábamos impensable, hoy se ha normalizado. Y esa, quizá, sea la batalla más peligrosa de todas.

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