Haidé Serrano

¿Por qué una pelea entre mujeres es noticia? ¿A quién le interesa? ¿Por qué algunos medios toman nota de ello?

Hay más preguntas que podríamos formular para tratar de entender las motivaciones. Y acercarnos a algunas respuestas. Lo cierto es que un desaguisado entre mujeres formó parte de “la conversación” hace algunos días. Fue una fiesta privada en Chetumal. Una muy tradicional a la que, en teoría, se prohíbe la entrada a los hombres. Y que se distingue por un pacto tácito entre las asistentes: “lo que ocurre en esa fiesta, allí se queda”. Acuerdo que, por cierto, se rompió en esta ocasión, pues se filtraron videos, audios, nombres, santo y seña de lo ocurrido.

La riña no pasó a mayores y, sin embargo, fue motivo suficiente para humillar a las protagonistas y, en general, a las asistentes a través de los comentarios en las redes. Cuando las mujeres se desgreñan reciben de la sociedad un trato diferenciado. Hay un juicio implacable. Las mujeres “no deben” hacer uso de la violencia. Dejan de ser “damas”, ponen mal ejemplo a las niñas y a los niños, parecen “de la calle”, como “verduleras”, son “señoras de suciedad”, una vergüenza, feas, ¿“son mujeres o drag queens”?

Este tratamiento no se les da a las peleas entre hombres, que son muy cotidianas. En cada fiesta, en cada cantina, en la calle, cualquier espacio es ring para que los varones expresen sus desacuerdos. Usan sus manos, pero también armas, como los machetes, muy a la mano en la península. Un número importante de ellos se traduce todos los días en delitos diversos como lesiones, homicidios y violencia de género en sus diversos tipos.

Cuando esas peleas entre machos no son motivo de delito, no trascienden. Son tan comunes que no forman parte del interés público ni de los medios. No hay sanción social. Que los hombres resuelvan sus inconformidades a golpes es algo que se espera de ellos, es un mandato de género que no se cuestiona. Incluso se cree equivocadamente que es “natural”; cuando hoy ya sabemos que responden a un tipo de masculinidad conocida como hegemónica, patriarcal y machista.

“La violencia es el arma por excelencia del patriarcado. Ni la religión, ni la educación, ni las leyes, ni las costumbres ni ningún otro mecanismo habría conseguido la sumisión histórica de las mujeres si todo ello no hubiese sido reforzado con violencia” (Varela, 2005).

Por ello, las mujeres que se atrevan a ejercer la violencia recibirán una sanción mayor. Los mandatos femeninos exigen sumisión, obediencia, tranquilidad, ecuanimidad, abnegación y mediación. Nada de enojarse, discutir, pelear, ya no digamos desgreñarse y, mucho menos, ¡en público!

Y no se trata de justificar la violencia, entendida como “cualquier invasión del espacio de la otra persona con o sin la intención de dañarla, para controlarla y dominarla. (GENDES – Ramírez, 2000)”. Sino de entender por qué opinamos diferente si las protagonistas son mujeres, hombres o cualquier persona que se identifique con otro género. Y comprender por qué la justificamos y toleramos en la vida cotidiana, en la familia, la comunidad, las instituciones y demás ámbitos.

Es imperativo en “desnormalizar” la violencia. Las gafas violetas del feminismo son muy útiles en desmontar estas conductas que hasta hace muy poco eran vistas como “naturales” y hasta necesarias.