Rubén Aguilar Valenzuela
Desde el primer día de su gobierno el presidente López Obrador se ha dedicado a restaurar el régimen del presidencialismo autoritario anterior a la reforma política de 1977.
 
Es el propio de los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982). Es cuando el Poder Ejecutivo, a la cabeza del presidente, tenía sometido al Poder Legislativo y al Poder Judicial.
 
Ahora el presidente tiene el control del Poder Legislativo a través de la mayoría absoluta de Morena en la Cámara de Diputados y mayoría simple en la Cámara de Senadores.
 
Así fue con el PRI hasta que en 1997 perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. A partir de esa fecha ningún partido tuvo nunca más la mayoría absoluta hasta la elección de 2018 con Morena.
 
El presidente poco a poco se va haciendo del control de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y de los once magistrados que la integran le ha tocado nombrar a tres de ellos y Arturo Zaldívar, el magistrado que preside la corte, se manifiesta afín al presidente.
 
En 1976, en el esplendor de la presidencia autoritaria, el joven López Obrador ingresó al PRI. Ahí se formó como político. Y a lo largo de 14 años asumió las maneras, la concepción política y la cultura de ese partido. Ante la sólida formación de ese instituto hay un dicho que dice: "Lo priista nunca se quita".
 
Cuando se ve lo que el presidente está haciendo no puede dejarse de hacer el comparativo con esos gobiernos, en particular de Echeverría. Con la variante, no menor, de la comparecencia mañanera.
 
En el modelo de la presidencia autoritaria, imperial la ha calificado Enrique Krauze, los órganos autónomos del Estado no deben de existir. Son instituciones fundamentales en las sociedades democráticas, pero al presidente le sobran.
 
Le molestan porque acotan su poder que es una función sustantiva de estos organismos. En su proyecto de acabarlos ya ha suprimido algunos, otros los ha acotado en sus atribuciones y a otros los controla con incondicionales que él ha puesto a su cabeza.
 
Ahora su ataque mayor lo concentra en el Instituto Nacional Electoral (INE), que quisiera estuviera bajo control de alguna instancia del gobierno como en los tiempos del PRI cuando las elecciones se organizaban en la Secretaria de Gobernación. Ahí, en independencia del resultado de la votación, se decía quien ganaba y perdía.
 
En esa misma línea está la molestia que le causan las organizaciones de la sociedad civil, autónomas e independientes del gobierno, a las cuales les ha declarado la guerra. Para él, como en los tiempos del más viejo PRI, todo debe estar bajo control del presidente.
 
López Obrador, al aproximarse las elecciones del 6 de junio, ha radicalizado sus discursos en contra del INE, al que no controla, en lugar de defenderlo en su calidad de jefe del Estado mexicano. Y agrede y descalifica a todo el que no piensa como él.
 
¿Es posible que el presidente lleve a cabo su proyecto de restauración? En estos dos y medio años de gobierno ha dado pasos decisivos en esa dirección. ¿Es posible poner alto a esta pretensión? Es algo que está en manos de los electores y son ellos los que van a decidir si quieren que se restaure o no la presidencia autoritaria e imperial.