Gerardo Moscoso Caamaño

En estas nuevas series de TV sobre narcos, vi hacer el ridículo a un actor mexicano con el que trabajé en los noventas en un montaje de Margules. 

No voy a decir su nombre, por supuesto. 

Ahora disfruta de un moderado éxito, mantiene por inercia un prestigio siempre sobrevalorado y sigue opinando de esto y de lo otro con total soltura y complacencia y me comenta, respecto a mi columna anterior: “si cuestionas al Presidente, no estás con la 4T, no eres un actor comprometido, progresista, de izquierdas.” Casi me oriné de risa.

Era un hombre medianamente inteligente y en aquellos años una buena persona. 

Su caso me hace reflexionar, lo veo a él y a otros, a mí alrededor, y pienso en mi mismo: existe un peligro que llega con la edad y que consiste en irte quedando estancado, en irte marchitando vitalmente, en acomodarte sobre tus propias ideas, hasta convertirlas en una sombra de lo que fueron.

Hay otro riesgo creciente, el de ir olvidando la curiosidad, traducida ésta como la necesidad de saber, el estremecimiento de vivir con cierto riesgo. 

Hablo del peligro de reciclarte, de mecanizar tu trabajo de actor y eso es malo. Hacer siempre los mismos roles. 

(Otro compañero actor con el que trabajé en los años ochentas, ahora se ufana y presume de llevar una trayectoria considerable representando personajes simples en unas deplorables obras de teatro). 

La rutina protege pero merma facultades. El dinero sí, es necesario, y algunos premios trastornan.

Al peligro de la edad, hay que sumar otro mayor, que es el del éxito que las televisoras te pagan por puntos de rating. 

El éxito de público que da la fama que enajena y que al multiplicar tu imagen te acaba robando el alma de alguna manera. 

Que terrible veneno encierra el triunfo: el lograr objetivos codiciados por largos años te hace sentir superior a los demás y, sobre todo, destila toneladas de autocomplacencia, que sin duda, es uno de los más pendejos y paralizantes vicios de la conciencia. 

Una vez que se ha instalado la autocomplacencia en el cerebro, la vida comienza a declinar. 

 

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