Xavier Díez de Urdanivia

El tema, inevitablemente, saltó a la palestra de nueva cuenta: ¿Quién dio la orden del operativo? Así, desde la exasperación, la reportera de Proceso, Nelly San Martín, abrió la compuerta del torrente reporteril, en plena conferencia mañanera de prensa.

Después de un primer intento, también fallido, de distraer la atención y zanjar el tema, el presidente cedió a la presión de los reporteros que hicieron eco a su colega. Ordenó entonces al general Luis Cresencio Sandoval, presente en el salón, que diera el nombre del responsable del operativo, en el nivel nacional y sin revelar el nombre de quien directamente lo comandó, para no comprometer su seguridad.

El general secretario obedeció sin chistar, pero por momentos se le notaba titubeante al hablar; casi balbuceaba a ratos, quizás por la tensión experimentada al intentar conciliar su deber de obediencia al comandante supremo con el deber de lealtad con sus subordinados, que lo obligaba a mantener el sigilo respecto de la información que pudiera revelar los propios esquemas tácticos y estratégicos, así como la seguridad de sus subordinados. Finalmente, en un tono que dejaba traslucir esa tensión, el general reveló el nombre.

A nadie se oculta que, en el contexto, una extendida inconformidad recorre, no solo a la tropa, sino también a los generales que, sin romper la tradición de disciplina y lealtad institucionales, es bien sabido que se han reunido para hacer patentes su inconformidad e inquietudes frente a una situación que les ha resultado incómoda, ciertamente ya por varios sexenios, pero nunca como en el momento que corre.

No es momento, me parece, de pasar por alto ese dato y menos aún de trivializarlo. En un ejercicio estratégico, el decaimiento de la moral de las fuerzas armadas repercute inexorablemente en el debilitamiento de la fuerza cohesiva y la capacidad de acción y reacción.

Mientras eso ocurre en el interior, la amenaza de los contendientes es creciente si nos atenemos a las capacidades tácticas, estratégicas y hasta al poder de fuego demostrados por ellos en el reciente episodio de Culiacán.

Ellos, a pesar de ser adversarios entre ellos y operar fuera de la ley, supieron unirse ante el ataque oficial a uno de sus competidores para presentar un frente común de defensa.

Se trata, no hay que olvidarlo, de un adversario que, a pesar de operar fuera de la ley, no deja de contar con el respaldo de nada deleznables sectores de la población, cuando menos en aquellas regiones que, tradicionalmente, han sido sus reductos, según pudo constatarse.

La necesidad de replantear la estrategia se hace imperiosa, porque, además, la crispación general, incluso entre los “aliados” del régimen, da muestras de ser creciente y la circunstancia económica que se avizora no será propicia para atemperar los ánimos, sino al contrario, es previsible que contribuya a exacerbarlos.

Las palabras del general Carlos Gaytán, vocero del grupo de generales que se reunió en días pasados en el campo Marte, lejos de ser desestimadas, bien se haría en oírlas y sopesarlas en su justo valor, porque son expresión, bien cuidada, por cierto, de un parecer generalizado que no por cortés dejó de ser muy severo.

Yo no puedo disentir de un planteamiento que anteponga la paz a la guerra y la vida a la exterminación, pero sí de los planteamientos que ignoran las realidades y, en cambio, las suplantan con deseos bienintencionados, pero infundados porque se basan en escenarios quizá deseables, pero improbables.

Es muy difícil -y sería vanidoso en demasía pretenderlo- sugerir medidas concretas, pero siempre será necesario que las políticas públicas, incluidas las de seguridad, si quieren ser exitosas, se diseñen y ejecuten, sí, con la pretensión puesta en las alturas -de las mismas nubes, si se quiere- pero con los pies en la tierra, siempre racionalmente y sujetas a una evaluación permanente, para disminuir los riesgos y evitar desviaciones y fracasos.

Moderación y juicio; suavidad y maña. El horno no está para bollos.