Xavier Díez de Urdanivia

Es lamentable y hasta ridículo que, en pleno siglo 21, el debate político en México se gire en torno a la función del tribunal constitucional por excelencia: La Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Es evidente que ella no tiene por atribución oponerse por sistema a órgano otro gubernamental alguno, pero también lo es que anular las acciones contrarias a la constitución que cualquiera de ellos pretenda efectuar es imprescindible para garantizar la estabilidad jurídica y, con ello, contribuir a dar vida en los hechos al desarrollo civilizado de la comunidad. Esa es, en última instancia, su misión.

Pero eso que parecía tan claro y que es realidad perceptible en otras latitudes y desde tiempos secularmente lejanos, en México se enreda en juegos retóricos que no aportan sino confusión y perplejidad frente al frenesí de desatinos que han sentado sus reales entre nosotros.

Para empezar, la noción misma de “oposición” demanda, a mi juicio, mayor reflexión, porque ella se emplea habitualmente en el contexto del sistema de partidos y la posición de estos frente al Gobierno, particularmente en los regímenes parlamentarios, donde “formar gobierno” quiere decir integrar la rama ejecutiva. En ellos es natural que un partido mayoritario en el órgano colectivo encuentre, en ese trance, oposición de los partidos minoritarios. En ese caso es posible entender que se les designe, colectivamente, como “oposición”.

En los regímenes presidenciales, donde el poder ejecutivo se deposita en una sola persona, electa además democráticamente, difícilmente pudiera usarse en el mismo sentido ¿Oposición de quién a qué? ¿A los designios presidenciales, a las decisiones del órgano parlamentario? La precisión no es un lujo en esta materia, sino una necesidad soslayada, lamentablemente. Creo que no estaría de más profundizar en el tema.

En todo caso, es un despropósito querer comparar a la oposición con el control que, como garantía de la efectividad de las normas constitucionales, corresponde llevar a cabo a los jueces respecto de los actos de las autoridades, incluidas las judiciales mismas.

La necesidad de establecer mecanismos que propicien el equilibrio en el ejercicio del poder es un elemento indispensable para la existencia del tan traído y llevado “estado de derecho”. De suyo, la propia división de poderes es, en sí misma, un elemento de ese sistema de control y equilibrio, no una mera división de tareas que obedezca a criterios de eficiencia administrativa.

El ejercicio del control jurisdiccional de la constitucionalidad conlleva, necesariamente, la posibilidad de contrariar la voluntad de quien ejerce el poder público. Ningún sentido tendría hablar de control si no existiera la capacidad de anular los efectos de los actos y decisiones contrarios a la ley, especialmente cuando esa ley es la misma ley suprema del país.

En el momento que vive la cuestión entre nosotros, hay un catalizador innegable: El protagonismo del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que no para mientes en considerar que sus opiniones periodísticas, su intensa comunicación a través de Twitter, sus apariciones en los medios electrónicos y escritos y su posición misma en las cuestiones que corresponden a los órganos colegiados que preside y aún frente a otros del poder judicial, comprometen no sólo sus propios criterios, sino que pueden influir en los comportamientos que un día, convertidos en conflicto, pueden llegar a su conocimiento oficial.

Debería, también, considerar que sus expresiones de coincidencia ideológica con cualquier corriente política, en boga o no, dominante o minoritaria, y la reiterada manifestación del auto impuesto proyecto de “airear” el poder judicial -sea lo que sea que eso signifique- pueden configurar prejuicios respecto de temas que puedan ser sometidos a su conocimiento, lo que comprometería su imparcialidad.

El viejo proverbio que dice “los jueces hablan por sus sentencias” no es gratuito ni debe perderlo de vista un juez prudente, como se espera que sean quienes ejerzan tan delicada función. Las cuestiones jurisdiccionales se debaten en la sede judicial, no se ventilan en los medios.