Xavier Díez de Urdanivia

Una aparente aversión añeja del depositario del Poder Ejecutivo y su grupo de apoyo contra los jueces se ha visto recrudecida recientemente.

El detonador inmediato hay que buscarlo en las suspensiones concedidas en diversos juicios de amparo interpuestos contra la destrucción del avance de obra en lo que estaba destinado a ser el NAIM y la continuación de las labores en la base aérea militar de Santa Lucía.

Paralelamente, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal, en un acto sin mayor relevancia, pronunció un discurso en el que, pareciera que haciéndose eco de la autoproclamada cuarta transformación, dijo que se vive en México “un momento social y político especialmente propicio para una reforma judicial más profunda y de mayor calado” 

La cereza que coronó este pastel fue, por si faltara poco, la resolución del juez primero de Distrito en Materia Penal, con sede en Matamoros, Tamaulipas, que, por no encontrar elementos suficientes para decretar la prisión preventiva, se atuvo a la presunción de inocencia y decretó la libertad de los detenidos a causa del llamado “caso Ayotzinapa”, hasta en tanto se dicte la sentencia definitiva, si es que esta dispone lo contrario.

Según todo indica, el motivo de la resolución radica en una integración del expediente, por el Ministerio Público, que pudo ser defectuosa. A pesar de ello, la andanada ha sido contra los jueces, porque existe en nuestro país una desafortunada confusión sobre lo que es la función de impartir justicia, y en ella se incluye el quehacer de las fiscalías: cuando fallan éstas, se condena a los jueces. 

En ese contexto, hay que decir que es común que el poder reaccione con aversión y energía ante los obstáculos que dificultan sus pretensiones. No es extraño, entonces, que considerando opositor en esa ruta al poder judicial se le quiera desprestigiar para conseguir, según la máxima oriental, debilitar al enemigo antes que buscar fortalecerse ante él.

Por natural que sea esa reacción, no es la más conveniente al buen gobierno. Lo procedente, en una democracia republicana, especialmente donde los derechos fundamentales se han erigido en brújula para orientar toda acción de gobierno, sería el apego a las normas y la prudencia en la conducción de las cuestiones que atañen a la comunidad.

El acceso a la justicia es un derecho garantizado a todos los seres humanos, y eso conlleva un paquete infranqueable de derechos fundamentales.

México no es Shangri-La ni aspira a ser Utopía. Muchas vicisitudes hubo de pasar antes de encontrar cierta estabilidad normativa para proteger la esfera de sus habitantes frente a las tentaciones del sempiterno poder para actuar sin límites (como el “mercado”, en el extremo “neoliberal”, por cierto).

Siempre hará falta un valladar que vea por la efectividad de las disposiciones garantes de las libertades y derechos, y en México la institución protectora más valiosa, arraigada, e influyente en el derecho comparado es, sin duda, el juicio de amparo, que desde la mitad del siglo 19 ha sido el medio de defensa por excelencia contra los excesos de la autoridad.

Cualquier persona que ocupe un puesto de autoridad debe tener en cuenta que los poderes y facultades que ostenta no le pertenecen, sino que son derivados y solo tienen un carácter instrumental: valen nada más en lo necesario para cumplir la encomienda que, conforme a la ley han recibido. Todo exceso no solamente deberá ser privado de efectos, sino que dará lugar a responsabilidades civiles, administrativas y hasta penales.

Si de verdad se profesa algún respeto por el tan manido “estado de derecho”, hay que tener presente que su esencia descansa en que, en él, Gobierna el derecho, no los seres humanos.

Bueno será considerarlo así al ejercer las funciones propias del gobierno y la gestión pública en las democracias, porque “dondequiera que termine la ley, comenzará la tiranía”, según dijo John Locke, que mucha razón tenía al afirmarlo.