Xavier Díez de Urdanivia

Han circulado en las redes y en los noticieros numerosos eventos en los que aparecen turbamultas rodeando y hostigando a contingentes de las fuerzas armadas que patrullan o acuden a una comisión del servicio.

Recientemente se vieron escenas de algo que ocurrió en algún lugar del sur, en las que, a soldados entrenados y debidamente apertrechados, se les agrede y golpea hasta con escobas.

A uno de ellos, arteramente y con gala de cobardía, por la espalda, algún malhadado sujeto le pego un empellón que lo hizo perder la figura y literalmente volar varios metros, mientras que su unidad era objeto de insultos y vejaciones sin límite por la enardecida multitud que impunemente la acosaba.

Las cosas no paran ahí, porque también se han escalado los riesgos que corren los militares y su gravedad. En esta misma semana han sido asesinados diversos mandos militares y personal de tropa por gente de agrupaciones criminales, mientras se incrementaban las agresiones de los carteles en diversos territorios.

También fue prolija la difusión de un incidente ocurrido durante una gira presidencial por el sur del país, en la que fue abordado por un grupo de víctimas de actividades delincuenciales, pidiéndole que dispusiera de las fuerzas armadas y las enviara en su auxilio. La respuesta causó polémica, porque en ella el presidente quiso refrendar su postura e insistió en que las fuerzas armadas no estaban para reprimir al pueblo.

Tuve oportunidad de comentar los acontecimientos con una persona cercana a la vida militar, patriota y ciudadano preocupado por las cosas de la gran comunidad nacional, a quien expresé mi inquietud por el decaimiento en el ánimo de la tropa en esas condiciones, y mi preocupación por los límites de la paciencia de sus miembros frente a tan indignante acoso ¿Hasta cuándo estarán dispuestos a resistir?

Me respondió: “Les tienen atadas las manos”, y frente a ello fue ineludible pensar en que la lealtad de las fuerzas armadas, su disciplina y el sometimiento que han mostrado inveteradamente al poder institucional, son producto del honor militar. Sin él, será inexplicable la paciencia de que han hecho gala sus elementos en los tiempos recientes.

Se entiende el afán de no alimentar el fuego arrojándole gasolina, pero no se puede pasar por alto que ese mismo honor que mantiene a las armas institucionales en una actitud de resistencia pasiva y contención apenas eficaz contra las agresiones de los cada vez más amplios y extendidos sectores inmersos en la marginalidad ilícita, tiene sus propios límites y no es sano empujar contra ellos.

El periodista Juan Ibarrola, de íntima conexión con las fuerzas armadas, también aludió en los días recientes al malestar que aqueja, precisamente por esas condiciones, a la tropa, y me hizo recordar algo que es bien sabido y ha sido largamente comprobado: La moral de la tropa puede ser la diferencia entre el éxito y el fracaso de cualquier estrategia, incluso las de mayor excelsitud, y por consiguiente un factor decisivo para el triunfo o la derrota de cualquier ejercicio militar.

Ya Sun Tzu decía que la mejor batalla es la que se gana sin pelearla, lo que supone una presencia militar que imponga respeto y amedrente al opositor, al grado de provocar su defección sin necesidad de disparar un solo tiro.

Eso requiere del respeto y el ascendiente que, sin que se pueda dar por perdido del todo, es claro que se ve mellado por esos episodios.

Debe ser muy difícil para los soldados de cielo, mar y tierra prepararse para proteger a los demás y tener que renunciar a protegerse a sí mismos, por obediencia y contra los propios instintos, en virtud de una lealtad que quizá no perciban debidamente correspondida desde los mandos supremos, en cuya cúspide, por disposición constitucional, se encuentra el depositario único y unipersonal del Poder Ejecutivo del Gobierno de la Unión, jefe de estado y de Gobierno, que es el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.