Xavier Díez de Urdanivia

En estos días ha resurgido un tema viejo en los planteamientos del presidente que, desde los tiempos de su campaña, anunció que promovería la expedición de una “constitución moral” que complementaría, no sustituiría, la “constitución política”.

A pesar de la insistencia en el hecho de que no se tratará de un instrumento de carácter jurídico, o quizá precisamente por eso, la sola denominación del documento y el contexto en el que se menciona, inducen a poner atención cuidadosa al tema.

Desde que se lanzó la convocatoria para efectuar propuestas e ideas que incorporar al documento, se expresaron sus propósitos, inseparables de los enunciados en la “cartilla moral” de Alfonso Reyes, que fue adaptada para quedar en la que ha circulado recientemente. El plazo para presentar las aportaciones inició el 3 de diciembre de 2018 y concluirá el 30 de septiembre de 2019.

Los rubros a los que se convoca -enunciativa, no limitativamente- son: a) Respeto a nuestra persona; b) respeto a la familia; c) respeto a la sociedad; d) respeto a la patria; e) respeto a la especie humana, y f) respeto a la naturaleza. A ellos podrán agregarse nuevos “respetos” -según literalmente dice la convocatoria- para así “ampliar el catálogo ético”. El ejercicio culminará con una convención en 2019, en la que se aprobará el texto final.

Nadie puede negar las bondades de respetar a los demás y sus derechos, a las instituciones -como la familia y la patria- y al género humano, la dignidad de la personas en última instancia, pero hay un texto en la cartilla modificada que ha sido distribuida que, como una cortinilla que quedó doblada y no cubrió bien el trasfondo, deja ver una intención en él que no deja de ser inquietante: En el margen de la página 12, al referirse al “respeto a la persona”, la cartilla dice: “Los respetos que hemos considerado como mandamientos de la moral pueden enumerarse de muchos modos”.

Hablar de “mandamientos de la moral” es algo que no solo tiene aires de dogma, sino que se antoja también que apunta a la juridicidad desde que alguien -¿investido de que autoridad? ¿Por quién? ¿Con qué legitimidad?- pretende emitir una regla de conducta obligatoria cuyo nombre mismo corresponde, en el lenguaje llano tanto como en el específicamente técnico, a la naturaleza del derecho, y en el rango superior, nada más y nada menos, porque una constitución no es otra cosa que el sistema básico de normas jurídicas sobre el que descansa todo el sistema que estructura, imperativa y objetivamente, a la comunidad total que llamamos “estado”. Por eso se llama “constitución política”, en tanto que encauza y dirige la dinámica de la “polis”, que desde la raíz griega del vocablo significa lo mismo que “civitas” según la etimología latina.

Es bueno, sí, que la conducta de toda persona integrada en esa comunidad -gobernantes y gobernados- esté impregnada de un claro sentido de lo que es correcto e incorrecto, para procurar, necesariamente, lo primero y evitar lo segundo, pero esa es precisamente la naturaleza del orden jurídico, heterónomo, objetivo y coercible en su cumplimiento como ha de ser, mientras que la moral se distingue por ser autónoma, subjetiva y sin la posibilidad de ser exigida su observancia por fuerza social alguna.

La sustancia que nutre al derecho está conformada, precisamente, por los valores comunitarios más preciados, los ineludibles para garantizar imperativamente la igualdad, la libertad y la solidaridad necesarios para que florezcan la justicia social y la conmutativa, descansando en los cimientos fincados en la ley suprema que se conoce como “constitución”, que no necesita de la expedición de una constitución moral que la complemente.

Si el género normativo se expresa en las especies jurídica, moral y religiosa, mucho me temo que pretender yuxtaponer los dos primeros sistemas -el tercero no cabría en un estado laico- produciría confusiones inconvenientes, o lo que es peor, abriría la puerta a la imposición de inadmisibles dogmatismos autoritarios.

Mucho cuidado.