Xavier Díez de Urdanivia

La emocional reacción del presidente AMLO ante el importante cúmulo de amparos interpuestos contra la cancelación del NAICM y las primeras suspensiones provisionales otorgadas en ellos, mueve a una reflexión sobre el valor enorme de ese paradigmático juicio, que se introdujo por primera vez en la Constitución de Yucatán, pero en 1847 se le da cabida en la constitución general y se conservó en las de
1857 y 1917.

Desde el principio fue claro que no bastaba decir que los derechos humanos serían respetados y protegidos, porque sin medios efectivos de control del poder eso hubiera sido poco menos que letra muerta, aunque se contuviera en la constitución misma.

Por eso fue necesario conservar el juicio de Amparo, cuya relevancia, importancia y trascendencia se deben a su capacidad de alcanzar la protección del Poder Judicial de la Federación –a través de sus jueces y magistrados, principalmente, pero también de la Suprema Corte misma- contra cualquier violación de sus derechos fundamentales, cometida por alguna autoridad.

Así nació el juicio de amparo. Lo malo es que nació con un defecto muy serio: cuando la inconstitucionalidad que debiera combatirse derivara de una ley –general y abstracta por definición- la protección solo alcanzaría a quien pidiera y obtuviera el amparo, no a los demás afectados por la ley, aunque ella fuera contraria a la constitución.

Es el Amparo una institución muy mexicana que ha dado la vuelta al mundo, dando origen al hoy generalizado sistema jurisdiccional de control jurisdiccional, instrumento imprescindible para que las democracias del siglo 21 operen con aceptable eficacia. Aun así, en México la evolución de esta figura ha evolucionado muy poco y a paso muy lento; solo recientemente dio algunos tímidos pasos para acercarse a lo que de ella se espera y es necesario que ofrezca efectivamente.

Si bien se mira, es una institución indispensable para que opere en la práctica el muy pregonado equilibrio de poderes que la democracia requiere.

Es por eso extraña, e inconveniente a mi juicio, la vigorosa reacción del presidente, que incluso advirtió que divulgaría los nombres de quienes acudieran a esa vía para contrarrestar los efectos de la suspensión de las obras en Texcoco y su traslado a Santa Lucía.

A partir de la vigencia de la nueva ley, cualquiera que tenga interés, aunque no se vea directamente afectado por un acto de autoridad, podrá interponer el amparo, que ya podrá, cuando corresponda, tener efectos generales y no solo salvaguardar los derechos de quien lo pidió.

Hace ya más de dos siglos, en un país que no cuenta con un juicio de amparo –los Estados Unidos de América- se sentó la jurisprudencia de la “revisión judicial” a partir de una sentencia promovida por John Marshall, que puede sintetizarse en esta frase suya: “Ciertamente, cuantos han establecido constituciones escritas las consideran como formando la Ley Suprema de la nación y, en consecuencia, la teoría de un gobierno así establecido debe ser que un acto de la legislatura contrario a la Constitución es nulo”.

Ese párrafo no tiene desperdicio y es muy digno de tomarse en cuenta, porque solo podrá decirse que existe un “Estado de Derecho” cuando se instaure el mando de orden jurídico por sobre el arbitrio de las personas que toman y ejecutan las decisiones del gobierno y la gestión pública, que solo podrán ser legítimas en la medida que garanticen el interés general.

El Amparo es un instrumento vital para la garantía de que eso sea así, y con el los jueces, magistrados y ministros tienen al alcance de su mano el más eficaz instrumento para hacer valer las funciones que su misión les exige llevar a cabo.

Para eso ha sido concebido el amparo. Para eso sirve, y no para nada menos. Ha de ser respetado como se respetan los fundamentos de una sociedad que se precie de ser civilizada y democrática, so pena de incurrir en anacrónicos e inadmisibles regímenes dictatoriales.