Xavier Díez de Urdanivia

Hace poco más de un año escribí en este espacio lo siguiente: “Poco a poco se va diluyendo aquella promesa de regresar al ejército a los cuarteles, y cada vez más aceleradamente se involucra a las fuerzas militares en actividades civiles, en un país de expresa y muy sólidamente apoyada vocación pacifista, pues se le ha convertido en policía, mediador y hasta contratista, echando mano del bien ganado prestigio de su disciplina y lealtad a las leyes y las instituciones creadas por ellas”.

Hoy, ya olvidadas todas las promesas y rotos los compromisos, el punto ya no es si regresará el ejército a los cuarteles, sino la incertidumbre de si se saldrán con la suya el presidente y sus aliados (sí, sus aliados) en la ampliación del plazo constitucional para que permanecerá en las calles y a cargo de funciones policiacas.

Con más sabor de preámbulo que de epílogo, la iniciativa presentada ante el Congreso de la Unión por una diputada del PRI (que, por cierto, ya pidió licencia para separarse del cargo) ya rindió unos primeros frutos adicionales: pegó en el centro de la alianza opositora que, con éxito, casó daños a la hegemonía de MORENA y amenaza con aumentar las simpatías en su favor.

Por si eso fuera poco, también dentro de otrora imbatible e inescindible PRI ocasionó una escisión severa, que puede favorecer a Morena en las elecciones del año próximo en Coahuila y el Estado de México.

Las “Fiestas Patrias” han sido el marco dentro del cual todo eso acontece, a unos días en que, el 27 de septiembre, se cumplan doscientos y un años desde la entrada triunfal del “Ejército Trigarante” a la Ciudad de México, hito histórico que señala la consumación exitosa de la revolución de independencia.

Tiempos han sido de festejos y celebraciones, que mejor empleo habrían tenido si se hubieran dedicado a meditar sobre el estado de cosas que se viven en este país que, dos siglos después de romper la tutela española, se desgarra en medio de una violencia inclemente que no tiene siquiera la dignidad de deberse a una causa noble.

Aún es tiempo, me parece, de rescatar la nobleza de los ideales de Morelos, que poco se mencionan siquiera, para enderezar el rumbo y salid del estado de envilecimiento en que hemos dado.

No es necesario -ni conveniente- que se abandone el interés personal. Lo que falta es que se moderen los apetitos y se eludan los vicios; que se asuman las responsabilidades y se deje el vacío de la demagogia, la falsedad y las mentiras.

No hay independencia, ni podrá haberla jamás, sin la madurez de la reflexión y la dignidad que se busca en uno mismo y que cada uno construye con sus propios merecimientos, sin ser heroicos, que no hace falta. Basta con que todos cumplan con sus deberes y respeten los derechos ajenos para que las cosas marchen en el rumbo correcto.

Se necesita, eso sí, honorabilidad en las conductas y firmeza en las determinaciones compartidas. Sin responsabilidad no hay libertades, y sin ellas no hay democracia posible.

La “Patria”, esa que aprendimos a decir que amamos, se construye cada día y solo así admite ser amada.

Ronald Dworkin, el influyente constitucionalista estadounidense, y filósofo del Derecho, que falleció hace unos pocos años, recomendó en su hora tener muy seriamente en cuenta que la percepción y aceptación como vínculos efectivos de los valores incorporados en las normas es la primera, indispensable condición de su efectividad.

Hagámosle caso si queremos que las cosas marchen bien, porque no basta con tener leyes buenas, es necesario que personas de bien las respeten y cumplan, y si por excepción algunos no lo hicieren, gente de bien, y sabia, que los haga respetarlas.

Puede haber márgenes en la práctica, pero no es razonable esperar nada bueno del extremo opuesto en el que vivimos. De seguir así, no habrá ya siglos por transcurrir; nada habrá que festejar.