Xavier Díez de Urdanivia

Muy preocupado se ha visto al Presidente, dicen quienes tienen acceso a información proveniente de su círculo cercano, por la revisión a que está sujeta -en la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en la Corte Interamericana de Derechos Humanos- la “prisión preventiva oficiosa”.

¿De qué se trata? ¿Por qué el enojo? ¿Cuál es el panorama?

Si se tiene en cuenta que la prisión es una pena y que la “presunción de inocencia” significa que todo mundo es inocente mientras no se pruebe lo contrario, y que la declaración de culpabilidad corresponde emitirla a un juez después de un juicio en el que el acusado pudo defenderse, tendrá que concluirse que lo correcto es que quienes deban enfrentar un juicio lo hagan en libertad, y sólo puedan ser privados de ella si en el proceso se comprobó que cometieron el delito que se les imputa.

AMLO inició una reforma (de esas que se decía que no podría llevar a cabo por falta de votos en el Congreso de la Unión), qué pasó sin mayor dificultad, estableciendo que los presuntos responsables de varios delitos considerados por él graves, fueran a dar a la cárcel de inmediato, de manera “oficiosa”, y que, en prisión, atendieran el juicio.

La causa del empecinamiento no es clara, pero la medida es útil para simular que se combate al delito y no se tolera la impunidad, pero también para remover amenazas u oposición a sus proyectos.

Lo malo es que no faltaron quienes, inconformes, impugnaron la medida ante la Suprema Corte mexicana unos, y otros llegando ya hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En ambas están a punto de resolverse los expedientes.

Además de la relevancia política del tema en la coyuntura política, hay algunos puntos que, incluso entre juristas, se prestan al debate.

Uno de ellos es la cuestión de si la Constitución Mexicana viola el Pacto de San José, lo que la haría “inconvencional” (contraria al Convenio Interamericano de Derechos Humanos) y, por consiguiente, la reforma debería revertirse.

Para mejor dilucidar el punto conviene hacer algunas consideraciones previas.

En primer lugar, hay que recordar que los tratados internacionales tienen fuerza de “ley suprema”, junto a la constitución y las leyes que de ella emanen y expida el Congreso de la Unión, gracias a lo dispuesto por el artículo 133, que incluye a los tratados que celebre el Presidente, con aprobación del Senado, en lo que no contravengan a la propia constitución. Luego entonces, si hay oposición entre uno y otra, prevalece la constitución. Así, con corrección, a mi juicio, pero no sin críticas, lo ha establecido también, la Corte mexicana en su jurisprudencia.

La constitución no puede, por lo tanto, ser “inconvencional”, pero el tratado sí puede ser inconstitucional, como cualquier otra norma general.

Subsiste, a pesar de todo, un punto que no deja de ser interesante: En presencia de un tratado ¿pueden introducirse cambios en la constitución que lo contravengan? Dirán muchos que no, por la “inconvencionalidad” derivada, pero no deja de ser un tema que, técnicamente y frente a las características de los sistemas jurídicos de nuestros días (incluido el internacional), no puede concluirse así, tan tajantemente.

En cambio, si se atiende a la calidad de la constitución como norma suprema y primera en cada uno de ellos, más bien habría que concluir lo contrario, independientemente de las responsabilidades internacionales que ello podría acarrear. Todavía no llegamos a los ideales kantianos de organización internacional; cuando lleguemos, si llegamos, habrá nuevas perspectivas para el debate.

Mi postura filosófica es clara: la prisión preventiva debe ser excepcional y decretarse cuando sea estrictamente necesaria; el rigor técnico, sin embargo, no permite esperar que la reversión de la prisión preventiva oficiosa vaya a ser fácil ni pronta, independientemente de los fallos de las cortes.

Y no se olvide: El presidente podría, incluso, denunciar el tratado si se lo propone ¿o tendrá algún escrúpulo que se lo impida?