Xavier Díez de Urdanivia

La reciente sucesión de hechos violentos a lo largo y ancho del país, enmarcados por una actitud triunfalista y cínica de los grupos delincuenciales, que con todo descaro festejan sus “triunfos” como si de partidos de futbol se trataran, ha vuelto a poner en boca de la gente idea de que México es un “Estado fallido”.

Yo creo, así lo he asentado aquí mismo en otro momento, que cuando menos en el umbral nos encontramos. Digo eso debido a que, como se puede constatar cada día que pasa, estamos ya en presencia de un “Gobierno fallido”, que no cumple con las expectativas que se han depositado en él y ha sido incapaz, siquiera, de honrar sus protestas de cumplir y hacer cumplir la constitución y las leyes que de ella emanen.

“Gobierno” y “Estado” no son lo mismo, y vale la pena dilucidar esa confusión, que puede conducir a yerros y omisiones graves.

Héctor González Uribe da pie para ilustrar esa diferencia cuando dice que el “Estado” es: “una sociedad total que establece y mantiene el orden jurídico en un territorio determinado; está dotada de un poder supremo, que tiene el monopolio del poder físico coactivo y asegura una unidad de decisión y acción; respeta y garantiza la estructura pluralista de la sociedad; y persigue fines valiosos” para aquella “sociedad total” que lo adopta como forma institucional (González Uribe, Héctor. Doctrina Política, Porrúa, México, 2020).

Es decir, el “Estado” es esa “sociedad total” que en virtud de su soberanía se estructura jurídicamente para poder alcanzar sus propósitos colectivos.

De esa sociedad básica es de donde surgen los valores que nutrirán las normas, pero también las personas que van a desempeñar los cargos públicos. Ellos son los que gobernarán, y su complejo conjunto es el Gobierno, que ha de ejercer la soberanía en interés del pueblo.

“El mundo, decía don Alfonso Reyes, empieza en mi aldea”, pero esa aldea, añado, en la familia, ámbito en el que se forman los seres humanos, se educan, en el sentido más propio del término: proceso del que se valen las sociedades para transmitir, generacionalmente, su cultura y saberes. En rigor, la escuela instruye, la familia educa.

En las circunstancias por las que atraviesa México y ante los hechos que se suceden en él, crecientemente en número, crueldad y descaro, no está de más reflexionar acerca de la responsabilidad familiar en ese estado de cosas.

En la semana me topé con una cita atribuida al escritor británico Clive S. Lewis, quien con mucho sentido dice: “formamos hombres (y mujeres, por si hubiera duda) sin corazón y esperamos de ellos virtud y arrojo. Nos burlamos del honor, y después nos sorprende descubrir traidores entre nosotros”. Tiene razón y habría que agregar que la exaltación de la competencia, los afanes de riqueza por sobre cualquier otra aspiración, el pragmatismo que en torno a esos afanes se va imponiendo, socaban la solidaridad y el “espíritu de cuerpo”, de pertenencia, que requiere, indispensablemente, la virtud cívica para florecer.

Así las cosas, sería bueno tener presente que, si la fuente de los males está en la misma sociedad, en ella, su cultura, sus valores, prioridades y sentido de Justicia, es donde puede encontrarse el antídoto de aquellos y los recursos para erradicarlos.

Reflexionar sobre eso es solo el preámbulo de la acción. Hay que revalorar el papel de la familia en la formación de personas de bien, capaces y libres, rescatándola como medio efectivo de transformación social, para bien, sin las deformaciones de que dan testimonio los trágicos episodios que a cada día se suceden y hemos podido presenciar.

Hará falta, también, dar pasos efectivos, conjunta e individualmente, sin imposiciones y en un marco de pleno respeto para efectuar ese rescate, que lo es de nosotros mismos y nadie vendrá de fuera para efectuarlo.

Recordemos: no hay camino más largo que el que no se empieza.