Xavier Díez de Urdanivia

Una cadena nunca vista de actos violentos se ha sucedido, casi sin solución de continuidad, a lo largo y ancho de todo el país.

En todos sus eslabones encontramos víctimas inocentes, familias, niños, mujeres y hombres que tuvieron la mala fortuna de atravesarse a las balas o, como suelen decir los estadounidenses, “estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado”.

 Mientras eso ocurre en las calles, en los centros de poder proliferan la exaltación verbal de los derechos humanos y la ostentación de supuestos avances en su protección.

Al contrastar ambos escenarios, uno se pregunta: ¿No acaso el primer derecho de todos, el compendio de los demás, es el derecho a vivir en paz para poder ejercer las propias libertades, en armonía con las de los demás?

Es verdad que bajo esa bandera se han impulsado cambios normativos, no siempre adecuados, ni congruentes, pero siempre aduciendo esa protección como fin, pero ante los dramáticos contrastes entre lo que se dice querer y lo que en realidad está pasando, se hace inevitable preguntar: ¿De qué sirve tener leyes perfectas -en caso de que lo fueran- si lo “normal”, lo de todos los días es, no sólo el atropello, sino la imposibilidad de vivir dignamente? ¿De qué vale tener libertades que nadie puede ejercer por falta de condiciones?

Con todo el aparato destinado a la protección, promoción y garantía de los derechos humanos; a pesar de que el propio poder federal promovió la creación de organismos oficiales para la defensa de esos derechos, y a pesar de la proliferación de las organizaciones “no gubernamentales” que se han autoasignado la tarea de vigilar que se cumpla con la protección debida, pasan cosas que desmienten el discurso oficial del “todo está bien” y “no pasa nada malo”.

Para muestra, los recientes atentados, bloqueos, refriegas y daños ocurridos en diferentes ciudades y estados de la República, en represalia por la captura de algunos capos, o como resultado de refriegas entre carteles, o debido a otras causas, como por ejemplo la tragedia ocurrida en la mina “El Pinabete”, en Sabinas, Coahuila, que denota un desdén imperdonable por la vida y la salud de los mineros, sin que ninguna autoridad haya tomado cartas en el asunto para prevenirla, y todas las que, potencialmente, pueden ocurrir en los pozos semejantes, que en esa región proliferan. 

Hay otro uso que el “ingenio” de alguno ha encontrado para los derechos humanos: Como arma política para derrotar o, cuando menos, descalificar al adversario.

Así se pudo apreciar el viernes anterior, cuando la “comisión de la verdad” que analizó el “caso Ayotzinapa”, expuso sus conclusiones, que no difieren en el fondo de las que ya se habían dado a conocer por Jesús Murillo Karam, salvo en una cosa: El reconocimiento de que fue un “crimen de Estado”, reconocimiento que, entre otras cosas, abre la puerta para iniciar procedimientos penales y, eventualmente, sancionar en congruencia a algunos actores del pasado que pueden resultar incómodos en la perspectiva electoral que parece estar volviéndose el factótum del quehacer presidencial a últimas fechas, con visos de incrementar su intensidad como foco de atención para el Presidente.

En suma: Los derechos humanos, que renacen en la era global como reclamo generalizado para reivindicar los derechos y libertades que a los seres humanos de los cuatro puntos cardinales les habían sido conculcados, lejos de cumplir ese cometido se ven en muchos casos desvirtuados por intereses espurios, hasta el punto de haberse convertido en enmascaramiento de acciones políticas de diferente propósito, lucrativa actividad o factor de daño y sometimiento de los opositores.

Bien sea que se trate de omisión por negligencia, afán de lucro o empleo como arma política, la función de los derechos humanos se ha pervertido. Rescatarla cuanto antes es imperativo, porque de ello depende evitar que México no caiga, irremisiblemente, en la categoría de “Estado fallido”, cuyos umbrales, me temo, ya pisa.