Xavier Díez de Uranivia

Hoy concluye la jornada por la justicia y la reconciliación para la paz, convocada por los jesuitas, el episcopado y otras agrupaciones religiosas, y lo hace, emblemáticamente, el día en que se celebra el día dedicado a San Ignacio de Loyola, fundador de aquella orden, y la fecha que cierra el “Año Ignaciano”, decretado para convocar a la reflexión reivindicatoria del sentido de la fe en el servicio de los desposeídos.

Se trata de un ejercicio congruente con el carisma -la “misión”, dirían los especialistas en planeación estratégica- porque “(L)a misión jesuita es una misión de reconciliación, que trabaja para que las mujeres y los hombres puedan reconciliarse con Dios, consigo mismos, con los demás, y con la creación de Dios” (https://www.jesuits.global/es/quienes-somos/los-jesuitas/).

En sus propias palabras, los jesuitas son “hombres de frontera”, “dispuestos a estar en aquellos lugares donde hay situaciones de injusticia, donde otros no pueden o no quieren estar, donde se puede hacer un bien más universal”.

Son, también, “pobres y letrados” que quieren “responder a las necesidades de nuestro mundo, al desafío de la cruz”. Su misión los pone al “servicio de la fe y promoción de la justicia”, imponiéndoles “un compromiso con el diálogo con las culturas y las religiones”.

Así se describen y, por lo tanto, no son fáciles de engañar. Han sido congruentes al adoptar el compromiso preferencial por los pobres y decir que es hora de retomar “el diálogo entre los diferentes actores sociales para recuperar la unidad de comunidades fragmentadas y divididas, y caminar juntos hacia la justicia, la reconciliación y la paz”, para lo cual es necesario “crecer en una cultura de escucha, diálogo, respeto, humildad y apertura hacia nuevos horizontes”, todo lo contrario de aquello que se propicia cotidianamente desde las conferencias matutinas de prensa, plataforma propagandística y promocional del presidente.

A pesar de que la actividad de la Compañía de Jesús es permanente y ha perdurado por casi cinco siglos, tras la convocatoria a las jornadas que hoy terminan se oyeron voces críticas, unas porque sintieron tenue la respuesta, otras porque, decían, tuvo que sufrir en carne propia los efectos del desorden y la inseguridad imperantes, para moverse a impulsar las acciones que hoy promueven.

Creo, personalmente, que ni una ni otra son imputaciones en rigor justas. La labor de la Compañía en México ha sido intensa, aunque mayormente discreta.

Es verdad que la relevancia de la orden hizo que su reacción frente a esos hechos resonara más intensamente, y que hay varias decenas de miles más de seres humanos desaparecidos, asesinados, torturados y, en general, victimizados en este país, pero el reclamo fue hecho en nombre de todos ellos.

Aunque así lo declararon desde un principio, es verdad que el visible impulso dado en esta ocasión al ejercicio que promueven requerirá de acciones que lo mantengan vivo de manera permanente y creciente en intensidad, porque sólo así podrá ser fructífero.

Sólo así cobrará sentido pleno la acción emprendida, teniendo siempre presente que la justicia sólo es virtud cuando se traduce en hechos y no puede quedar en una abstracción filosófica, propia de la discusión en los foros académicos.

Habría que empezar por justipreciar la vieja máxima romana que la describe como una actitud voluntaria, constante y permanente, de reconocimiento de los derechos de los demás y el respeto por ellos, no sólo por los propios.

El orden, así, será consecuencia de una paz justa, y será capaz de proveer seguridad de mejor manera, incluso, que leyes brillantes que no sean observadas o, para peor, que quien deba velar por su cumplimiento las viole o no aplique bien.

Creo, por todo ello, que la jornada que concluye no puede marcar un final, sino ser más bien el preámbulo de un proceso permanente, de creciente participación social, destinado a reconstituir el tejido social dañado y reorientar el rumbo.

Mientras aparecen otros liderazgos adecuados, bueno será evitar que decaiga este primer impulso.