Xavier Díez de Urdanivia

Pasan los meses y la esperada mejoría no acaba de vislumbrarse siquiera. Por el contrario, los signos se vuelven cada vez más sombríos.

La indignación, con toques de esperanza, que llevó a Morena al poder, se va volviendo desilusión, desencanto, y eso ha ocurrido en muy poco tiempo; ya no alcanza el manido argumento de que son los fifíes, corruptos y conservadores, los culpables de que la prometida transformación no acabe de cuajar.

¿No será que la transformación prometida solo fue una figura retórica, de alcances superficiales? ¿Será que se aplica la máxima que Tancredi Falconieri expresó a su tío Fabrizio, príncipe de Lampedusa, cuando este le reclamó que, a pesar de su estirpe, se uniera a las fuerzas republicanas de Garibaldi: “Si quieres que todo siga igual, todo tiene que cambiar?”

El pretendido rescate del “estado de derecho” no se ve claro; en cambio, las prácticas que le son contrarias, y por lo tanto lo niegan en los hechos, abundan

La “división de poderes” es tan inexistente como ya era: Ahí donde las fracciones tradicionales suelen votar “en bloque” y conforme a la “línea” -bonito eufemismo para decir “instrucciones”- emanada del Ejecutivo, sigue siendo una práctica común.

No se acaba de entender que en el “estado de derecho” gobierna la ley, no la voluntad caprichosa de los gobernantes, ni se asume que del “estado” la parte que más importa es la base social, en su plena pluralidad, mientras que el gobierno es el elemento que, a nombre de esa sociedad, ejerce el poder público conforme a las atribuciones, procedimientos, límites y principios establecidos en las normas jurídicas.

La administración pública no es cosa de juego ni puede dejarse al acaso. Por el contrario, su complejidad requiere cada vez más de preparación técnica, a la par que de una sólida formación humanística. La falta de alguno de esos elementos será tan grave que por sí misma podría dar al traste con la eficacia de
la gestión.

Ya va siendo hora de que todas y todos los servidores públicos, no importa del ámbito o nivel o la rama del poder en que se desempeñen, se percaten de ello y pongan manos a la obra para aportar eficiencia y eficacia a la función que se les ha encomendado, lo que no siempre ocurre.

Los viejos modelos se volvieron obsoletos, pero eso no quiere decir que haya que desecharlos, sin más; procede que sean sustituidos por otros que respondan a las nuevas circunstancias del mundo, tarea que exige, más que en otros tiempos, el mantenimiento de los contactos de alto nivel que sean necesarios, no rehuirlos por razones desconocidas, que se esconden tras argumentos triviales.

Tampoco los grandes problemas serán resueltos a base de afirmaciones gratuitas de tipo “wishful thinking”, una falacia típica que pretende demostrar que es cierto aquello cuyo único fundamento estriba en los buenos deseos de quien la esgrime como argumento.

La confianza es imprescindible para contar con el sustento popular generalizado que el buen gobierno requiere. Los partidos, en estos tiempos, han dejado al descubierto su incapacidad estructural para mediar entre el gobierno y el pueblo; han perdido la confianza de los electores, que ni siquiera se acercan ya a las urnas en número suficiente para otorgar presunción de legitimidad a los mandos públicos.

Los líderes, por carismáticos que sean, si no acreditan su legitimidad en el ejercicio gubernativo perderán pronto el que se comúnmente se llama “bono democrático”, y es que, como algún día dijera John F. Kennedy, se puede ganar con la mitad de los votos, pero no se puede gobernar con la mitad en contra.

Cuando los partidos y los usufructuarios del poder público se percaten de su pérdida de credibilidad, de confianza, será que puedan darse las condiciones para que la apertura política abra los espacios para la ética, sin la cual el declive que lleva al “gobierno fallido” -no estoy tan seguro de que al “estado fallido”- será incontenible.