Xavier Díez de Urdanivia

Me propongo retomar un tema ya tratado aquí en semanas anteriores -el de la jornada por la paz convocada por la conferencia episcopal, la Compañía de Jesús y otras organizaciones religiosas- por tres razones fundamentales: el profundo significado del acontecimiento que la motivó en el contexto del deterioro social que, como plaga, se ha asentado en México; porque la reflexión que acompaña a esa convocatoria capta bien la esencia del problema y define certeramente sus perfiles, y porque es imprescindible impedir que su impulso inicial se diluya en el agitado mar de preocupaciones cotidianas, para quedar, finalmente, en un olvido que lo mantenga como un episodio anecdótico más en esta historia de decadencia que en México se vive.

De la homilía pronunciada el 10 de julio pasado -que harían bien en examinar con cuidado quienes han pretendido trivializar el conflicto comparándolo con un espectáculo pugilístico- destaco un par de párrafos que juzgo pertinentes.

El primero de ellos retrata sin desperdicio los perfiles de la crisis: “Hay narrativas, prácticas y actitudes instaladas que generan condiciones para la violencia. Las narrativas de riqueza, fama y poder están envenenando el corazón de la comunidad. Tanto individualismo está llevando a las personas a desconectarse de su origen, de su entorno, de sus raíces y de su propia comunidad. Una desconexión que enferma la mente y hace entrar a la locura de matar…”.

Concuerdo: en el fondo, el problema se debe a la manifestación, en nuestro país, de eso que llaman “la locura de poder”, la “nueva enfermedad del siglo XXI”, una enfermedad que hace que quien la padece se olvide del propio origen y que “crece cuando no hay quien ponga límites”, como sucede en el México de nuestros días.

Es evidente que la convivencia humana “necesita de referentes éticos, sean religiosos, civiles o comunitarios, que permitan a las personas sentirse parte de algo mayor”, que regulen sus comportamientos, y a ello contribuyen los “vínculos de la persona con su origen, con su entorno, su historia y su comunidad (que) hacen posible el tener códigos de convivencia sanos”, mientras que “la pérdida de estos vínculos lleva a comportamientos como los observados en Cerocahui”.

El otro párrafo, es el que dice: “Necesitamos de algo o alguien que calme la ansiedad de poder. No bastan las leyes, necesitamos convicciones y estas sólo surgirán de encuentros significativos. Es tiempo de recuperar la comunidad, el diálogo social, la habilidad para el consenso y el acuerdo”.

Es verdad. En primer lugar, sin un sentido claro del rumbo, la sociedad se pulveriza y florecen la confusión y el caos, que a su vez provocan individualismos exagerados y desdén por los demás y sus derechos. Se pierde el sentido de rectitud en las conductas individuales, y la conciencia de la necesidad de ordenarlas en justicia para generar las condiciones necesarias para que toda persona acceda a una vida digna, como lo requiere el interés general.

Ese es el propósito del orden jurídico, pero las leyes carecen de sentido cuando no se cumplen. Cuando eso sucede, el resultado es el caos, la rebatinga, la confusión la pobreza, la muerte.

Por eso tiene sentido convocar al rescate de un “nosotros” solidario, responsable y dispuesto, porque a todos nos toca construir el país que queremos y nadie vendrá a regalarnos.

Cumplir la ley voluntariamente es deber de todos, inexcusable, pero la autoridad tiene un papel destacadamente importante, sobre todo cuando se trata de enderezar desviaciones y remediar las fracturas causadas por las infracciónes, especialmente las catalogadas como delito, porque para ello está dotada de deberes cuyo ejercicio no está sujeto al arbitrio de quien la ejerce, sino que es una obligación indeclinable, para cumplir la cual cuenta, inclusive, con el que no en balde se conoce como “monopolio de la fuerza legítima”.

Contar con leyes no basta, hay que cumplir sus preceptos; para lo demás está el diálogo y existe el respeto, imprescindibles para la democracia.

No cabe cejar.