Xavier Díez de Urdanivia

El lunes pasado recibí, por medio de WattsApp, un mensaje que decía: “Este round lo ganó AMLO. Lea la declaración de hace unas horas del episcopado mexicano”. Se refería a la convocatoria de esa institución para iniciar una jornada de oración, cuyo objeto sería pedir en favor de la justicia y la paz.

En días posteriores, el asesor presidencial Epigmenio Ibarra pretendía, aunque sin tan abierto triunfalismo, que, finalmente, la jerarquía eclesiástica mexicana y los jesuitas habían aceptado los postulados de AMLO traducidos en el ya tristemente célebre lema de “abrazos, no balazos” 

Leí el “comunicado”, que no conocía, para encontrar un mensaje conjunto del episcopado, la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos de México, y la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, convocando a una jornada de oración y reflexión, dado que “necesitamos estar unidos en este momento en que la indignación de nuestro pueblo, ante la barbarie e la violencia, nos están (sic) abriendo una puerta para la paz “, según los comunicantes justificaban.

Por ningún lado encontré nada que permitiera inferir la existencia de confrontación o rijosidad algunas. Lo que sí salta a la vista es una actitud de los convocantes que es congruente con los postulados más profundos de las enseñanzas cristianas, que descansan en la solidaridad y el perdón. Una vez más el impúdico afán de trivializar una tragedia, intentando darle el cariz de una contienda inexistente.

La falta de pleito, sin embargo –“cuándo uno no quiere, dos no pelean”, dice el refrán- no significa ausencia de conflicto, porque los jesuitas, según ellos mismos se describen, son “hombres de frontera, dispuestos a estar donde hay situaciones de injusticia, donde otros no pueden o no quieren estar, donde se puede hacer un bien más universal…”, lo que los conduce a asumir su misión “al servicio de la fe y promoción de la justicia”, con un claro y consciente compromiso de diálogo con las culturas y las religiones, y siempre desde la opción preferencial por los pobres.

Eso hace que su acción tenga repercusiones importantes en la sociedad en que se insertan, generando no siempre tersas relaciones con los factores de poder cuando oponen trabas a las personas para acceder a condiciones de vida dignas. No rehúyen el conflicto, pero cuando se presenta, su empeño se dirige a las soluciones basadas en el diálogo y la exaltación del humanismo cristiano.

En un entorno de democrático, donde desde la mayoría, pero con respeto de toda minoría, es necesario garantizar las mejores condiciones para la vida de los miembros de la comunidad, el llamado es a la convergencia y la conjunción de esfuerzos, nunca a la confrontación y el desgaste sin sentido, y sólo quien esté animado por el afán de detentar el poder ilimitadamente es capaz de buscar confrontaciones y solazarse en ellas.

Es claro que nuestro país atraviesa por una etapa deplorable, en la que los poderes marginales se han hecho señores en una gran porción del territorio, imponiendo condiciones de vida contrarías a todo ideal virtuoso, con indicios de una infiltración severa, según se trasluce de las noticias cotidianas, de las estructuras de poder político y administrativo.

Esto último ya exigiría tomarse seriamente la necesidad de una conjunción social articulada en el diseño y ejecución de estrategias para revertir esa situación y convertirla en un sano proceso de desarrollo cívico pleno.

Participar en el ejercicio de oración y reflexión convocado, independientemente de la fe que se profese o ninguna, es muy importante en esta hora. Si, en cambio, en vez de construirse puentes se persiste en el afán de cavar trincheras y levantar barreras, las cosas van a empeorar.

El deterioro severo que México vive tiene una síntesis simbólica en el asesinato de los jesuitas de Cerocahui; ojalá que de ellos nazca la potencia necesaria para enderezar el rumbo hacia el abandonado desarrollo humanista del país.