Xavier Díez de Urdanivia

Cuando el acaso cubre el vacío de la planeación y la irresponsabilidad ocupa el lugar de la diligencia, nada puede esperarse que no sea destrucción y caos.

Las personas que viven en comunidad, por razones de especialización y racionalidad, eligen a los servidores públicos para que desempeñen labores que ellas no podrían atender por sí mismas ni convendría que lo hicieran. Una de esas tareas es la de resguardar la seguridad y proteger a la gente de los delincuentes.

He oído decir que, en México, eso es teórico, pero yo replico que hace ya mucho que dejó de ser teoría, para convertirse en ilusión.

En este momento de nuestra historia vivimos días de conmoción por los arteros asesinatos de Cerocahui, un nombre rarámuri que pasará en adelante a ser emblema de lo que pasa cuando un mal gobierno abandona sus deberes.

Fueron tres nada más -¡nada más tres!, como si una no bastara- las víctimas, pero entre ellas, dos eran presbíteros pertenecientes a la Compañía de Jesús, una orden religiosa que cuenta con un ascendiente social ganado a pulso porque es regla su entrega a los más necesitados y su compromiso con la causa de sus reivindicaciones justas.

Es natural que a quienes, por las razones que sean, tienen especiales vínculos de afecto y gratitud con esa orden, la pérdida de dos de sus miembros les cause un pesar más agudo, más aún cuando tuvo lugar en condiciones tan absurdas, tan ruines, tan inadmisibles.

Ese pesar, sin embargo, debe dejar espacio para los hombres y mujeres sin rostro visible y con nombres que se esconden de la memoria y en el número se diluyen, pero que se cuentan por decenas de miles, tantas que rebasan el ciento.  

¿Qué pueden hacer todos esos millones de mexicanos -no sólo las víctimas directas- que han sido traicionados por las autoridades que eligieron, entre otras cosas para protegerlos y cuidar de sus vidas y patrimonios?

Tres golpes de vida hubo. Los motivos no importan, son lo de menos, porque ese sujeto -la fama pública también tiene voz y valor a la hora de los indicios y pruebas- goza de una reputación infame en aquella región. Se sabe que se trata de un criminal contumaz que tiene sometida, por el miedo, a esa región, y sólo la autoridad moral de los jesuitas en ella habían podido mantener los equilibrios.

No más. El propio prepósito provincial de la Compañía de Jesús en México, Luis Gerardo Moro, S. J., dijo tajantemente el miércoles anterior, durante la homilía de la misa que se ofició en el templo de San Ignacio, en la Ciudad de México, que el crimen significa “un punto de quiebre y de no retorno en el camino y misión de la Compañía en México”.

El contexto es muy grave, porque no sólo deja en evidencia la desidia oficial para poner un alto a la atroz situación imperante en muchas regiones del país, sino que a ratos parece que no solo se tolera, culpablemente, sino que se propicia y protege.

¿La gota que colmó el vaso? No, porque esa ya fue vertida hace mucho y el vaso, desde entonces, se derrama impunemente.

En esta hora de luto se oyen ya muchas voces, cada vez más y cada vez más airadas, que desde la sociedad civil gritan: “¡Ya basta!”.

¿Serán también “puntos de quiebre y de no retorno”? Lo cierto es que el rumbo de la destrucción en que se ha sumido al país se profundiza sin tregua, como se profundizan las brechas entre los mexicanos, alentadas desde el poder que se ha vuelto, así, espurio.

¿Hasta dónde podrá llegar este gobierno, al que ya muchos llaman, sin ambages, fallido?