Xavier Díez de Urdanivia

El informe del Comité contra la Desaparición Forzada, de la ONU, sobre su visita a México en 2021, contiene una serie de recomendaciones al gobierno mexicano, entre las que se cuenta la de “remover los obstáculos que impiden la judicialización de los casos de desaparición forzada”, porque solo así podrá avanzarse en la erradicación de la vergonzosa impunidad que, sin ser exclusiva de este ámbito, hace que él sea particularmente destructivo de la cohesión social.

El comité no omite insistir en la necesaria integralidad de las medidas que deberán adoptarse para prevenir y remediar la desaparición forzada de personas, y por lo tanto recomienda también “la adopción e implementación urgente de una Política Nacional de Prevención y Erradicación de las desapariciones”, para lo cual el comité urge -ese es el término que emplea- a la autoridad de nuestro país para esa política nacional “aborde el conjunto de las observaciones y recomendaciones presentadas15, teniendo como ejes transversales los estándares de debida diligencia, el enfoque diferencial y de derechos humanos”.

Esta última recomendación es de especial relevancia, porque cumplirla a cabalidad implicará necesariamente abandonar esa política de dilación, que tan en boga se puso, consistente en la conformación de comités, comisiones y grupos cuya operación nunca podrá ser eficaz para los objetivos que debieran pretenderse y que aún se muestran lejos de ser alcanzados, y en buena parte debido a la “intermediación” asignada a esos mecanismos, que se han convertido más en rituales protocolarios que son, a la postre, no sólo inconvenientes, sino altamente dañinos.

Lo son porque, sin resolver absolutamente nada, implican la elaboración de aparatos y mecanismos que, a la manera de placebos, pueden producir efectos aparentes de alivio, pero que no remedian el mal y siempre tenderán a “normalizar” esta execrable patología social. 

 La vida de quienes sufren cae, así, en un estado de dominación que anula la acción política adversa que la autoridad teme, proveniente de esos colectivos sociales.

Se construyen sujetos “funcionales” y se conjuntan diversos tipos de lo que algunos autores llaman, con razón, “necropolítica pública”, que provee medios para cumplir esos fines.

Lo primero que se busca es, ordinariamente, es la “complejidad interinstitucional”, por medio de la cual se conjuntan “representantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo en comités o consejos en los que las organizaciones pueden o no tener representación, pero que sirven de foros de colaboración sin influencia real” (Ariadna Estévez, “Los derechos humanos como administración del sufrimiento: el caso del derecho de asilo”, Gaceta “Políticas”, No. 270, febrero, 2019).

Lo segundo es la “subjetivación”, por medio de la cual las políticas públicas “construyen” a un “sujeto pasivo”, que es sujeto de intervención para gestionar “positivamente” su sufrimiento; los individuos se convierten en “objetos de intervención gubernamental que sólo esperan, y la espera genera comportamientos sumisos”.

Lo peor del caso, como ya se ha dicho sin ambages aquí mismo, es que no sólo se han generado complejas tramas burocráticas y rituales de simulación para prolongar el efecto de la ilusión y la capacidad de control de las situaciones políticas derivadas del sufrimiento y el dolor, sino que también han dado lugar a la construcción de verdaderas organizaciones corporativas, con todo y “holding”, para encubrir -al margen de la ley o, cuando menos, con gran riesgo de ello- lucrativas gestiones que favorecen a unos cuantos que no son , precisamente, aquellas personas aquejadas por el sufrimiento.

El comité ha dejado un buen número de recomendaciones y, hasta donde se sabe, la autoridad ha sido receptiva a ellas; ya no hay pretexto, ni es válido transferir responsabilidades a los que ya no están. Es la hora de hacerle frente a los problemas con presencia de ánimo, de buena fe y con inteligencia, porque de otra forma lo único que pasará es que los veremos agravarse.