Xavier Díez de Urdanivia

La falta de “cancha” internacional se hizo evidente en la reciente actividad del Presidente mexicano en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.

Supongo que creyó que era un foro apto para conocer los planteamientos que formuló, cuando no es así. Por eso no son de extrañar los comentarios de algunos diplomáticos extranjeros que ahí lo hicieron notar.

Con todo, hay que decir que en una cosa acertó, haciendo diana en el preciso centro del blanco: la Organización de las Naciones Unidas es un aparato ineficaz, a causa del diseño que sus promotores originales le impusieron, intencionalmente, al término de la Segunda Guerra Mundial.

En 1945, representantes de 50 países se reunieron en San Francisco, California, para redactar la carta constitutiva de la nueva organización. Las propuestas de base fueron preparadas por los representantes de China, la Unión Soviética, el Reino Unido y los Estados Unidos de América, entre agosto y octubre de 1944. La carta fue firmada el 26 de junio de 1945 por los representantes de los países fundadores.

El propósito central de la nueva organización, según se asienta en el preámbulo del documento que la constituye es “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra; también para reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, así como para crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional. Por último, para promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”.

Basta asomarse a la ventana o echar una ojeada a los medios informativos para percatarse de que ese panorama, casi 80 años después, no está ni siquiera cercano a las realidades contemporáneas.

Teóricamente, el órgano supremo de la organización debería ser su Asamblea General, integrada por todos los miembros, puesto que se basa en principios de igualdad y cometidos comunes, pero no es así, porque las atribuciones de esa asamblea y, sobre todo, las del Consejo de Seguridad, impiden que así sea.

El artículo 10 de la carta dispone que la Asamblea General podrá discutir cualquier asunto o cuestión –dentro de los límites de la propia carta o que se refieran a los poderes y funciones de cualquiera de los órganos que crea- y podrá hacer “recomendaciones” sobre tales asuntos a los miembros o al Consejo de Seguridad, pero, en todo caso, estará impedida de hacer cualquier recomendación sobre una situación particular mientras el Consejo de Seguridad esté desempeñando las funciones que le asigna la carta con respecto a una controversia o situación determinada, a no ser que ese órgano se lo solicite.

Así, mientras que la Asamblea General solo tiene facultades para hacer “recomendaciones” en materia de cooperación internacional, el Consejo de Seguridad se le confiere, en general, “la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales”, reconociéndosele representatividad plena, a nombre de todos los miembros cuando desempeñe sus funciones.

Pero hay más, porque el Consejo cuenta con un amplísimo catálogo de atribuciones de decisión y mando que no solo exceden las conferidas a la Asamblea, sino que ellas pueden ser bloqueadas, y no por el Consejo en pleno, sino por cualquiera de sus miembros permanentes (China, Estados Unidos, Francia, Federación Rusa y el Reino Unido) que cuentan, estatutariamente, con capacidad de veto.

Los otros cinco miembros del consejo (como México ahora) son temporales y, según podrá inferirse fácilmente, con voz y voto, pero poco peso efectivo.

El Presidente erró en cuanto al foro y la propuesta formulada (que por lo tanto careció del eco deseado por él), pero acertó en cuanto a la obsolescencia de la ONU, a todas luces urgida de un remozamiento que la actualice.