Xavier Díez de Urdanivia

Cuando arrecia, como pasa en estos tiempos, el vendaval contra los jueces y la rama del poder que encarnan, quizás convenga preguntarse si no es que, en alguna medida, es en el seno de los poderes judiciales que se incuban los males que dan lugar a las críticas que, aunque en generalizaciones incorrectas, los debilitan y propician algunas de las imputaciones que en su contra se han formulado.

Como no se trata de hacer el juego a ningún detractor movido por intereses espurios o iconoclastas profesionales, propongo un análisis positivo a partir de los perfiles mejores a que han de aspirar quienes desempeñan la función jurisdiccional o aspiran a ello, fundados en los valores básicos de todo juez, según los principios que paradigmáticamente recoge el Código de Ética del Poder Judicial de la Federación, en consonancia con el Artículo 100 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que son, sin duda, aplicables a todo juzgador, independientemente de su grado, materia o ámbito de competencia: independencia, imparcialidad, objetividad y profesionalismo.

Empecemos por las definiciones, a partir de los conceptos plasmados en ese código.

La independencia, en un sentido general, es “la actitud del juzgador frente a influencias extrañas al Derecho, provenientes del sistema social. Consiste en juzgar desde la perspectiva del Derecho y no a partir de presiones o intereses extraños a aquél”.

La imparcialidad, se define como “la actitud del juzgador frente a influencias extrañas al Derecho, provenientes de las partes en los procesos sometidos a su potestad. Consiste en juzgar, con ausencia absoluta de designio anticipado o de prevención, a favor o en contra de alguno de los justiciables”.

Por objetividad se entiende “la actitud del juzgador frente a influencias extrañas al Derecho, provenientes de sí mismo. Consiste en emitir sus fallos por las razones que el Derecho le suministra, y no por las que se deriven de su modo personal de pensar o de sentir”.

Por profesionalismo, “la disposición para ejercer de manera responsable y seria la función jurisdiccional, con relevante capacidad y aplicación”, cosa cuya mención pudo omitirse, pero que se prefirió consignar seguramente para refrendar la especial importancia que tiene para la función, aunque no sea exclusiva de ella.

Si bien se mira, aparecerán en el panorama no pocas muestras de juzgadores proclives a conductas que comprometen esas condiciones, no solo por razones pecuniarias -las más viles- o de venganza y rencores, sino también por razones ideológicas, afanes protagónicos, aspiraciones políticas, el afán de quedar bien con el poderoso, y cualquier otra inclinación que, por noble que se aduzca, debilita la solidez del quehacer judicial y su función última de preservar la justicia, expresada en los casos
concretos.

Los culpables del vilipendio a que se han visto sometidos los jueces en tiempos recientes están entre lo propios jueces, pues muchos de ellos han olvidado que la toga es un ropaje aislante de toda influencia que impida su cabal imparcialidad en las causas que son sometidas a su conocimiento, cualidad que debe ser honrada por ellos, o no sirven para tan delicada función.

Excelencia, objetividad, imparcialidad, profesionalismo, independencia y paridad de género son los principios que regirán la carrera judicial según el Artículo 100 constitucional y, si bien ese dispositivo se dirige expresamente al Consejo de la Judicatura Federal, atañe a los funcionarios servidores públicos conectados con la función judicial hacer, proactivamente, su aportación personal a esa causa, con excesivo cuidado y elevado sentido del pundonor.

Bueno será tener siempre presentes los indicadores éticos para normar las propias conductas, manteniéndose lejos de las tentaciones, porque de no ser así, no solo se haría indigno de su investidura quien falle, sino que deshonraría a la función misma y a quienes -en mucho mayor número- la honran. Hay que tener en cuenta que, en estas materias, las desviaciones podrían, incluso, rozar la prevaricación.