Xavier Díez de Urdanivia

Después de haber recordado al inefable Joel Poinsett en la entrega anterior, es ineludible en esta recordar el destino al que llegó el camino emprendido por él desde su primera visita a nuestro país.

Alrededor de un cuarto de siglo después de sus primeros escarceos, México perdía, entre guerras y compraventas, más de la mitad de su territorio en favor de Estados Unidos de América.

Era Presidente de ese país el expansionista ferviente, James Knox Polk, en cuyos afanes fueron absorbidos los territorios de Oregon, Washington, y parte de Montana, más los territorios de California, Nevada, Arizona, Utah, y partes de Wyoming, Colorado y Nuevo México, que compró al quebrantado Gobierno de nuestro país –desgastado por las disputas internas– por 15 millones dólares.

Por esos tiempos, prácticamente mediados el siglo 19, imperaba un clima de confrontación interna, al que había conducido una división beligerante muy similar a la que ya es notoria en nuestro país, pero que, a diferencia de lo que hoy sucede, había sido alentado por agentes extranjeros.

A ellos les resultaba muy conveniente el deterioro de la cohesión social del nuevo país, porque así sería presa fácil de las ambiciones expansionistas del heredero imperial de los británicos, que ya se consolidaba en su “marcha al mar”.

El ejercicio político se entiende en el marco de esa visión estratégica que asomaba ya la testuz en el reclamo de “América para los americanos”, que pregonara Monroe, y se vería refrendado –y reforzado– por la doctrina del “destino manifiesto” construida pretendiendo justificar ese movimiento.

Los afanes de entonces tenían la estructura de un negocio inmobiliario, que bien aprovechó a los adquirientes, lo que quizás en pleno siglo 21 pudiera parecer remoto ¿o habrá alguien que piense que puede existir alguna utilidad en una escisión entre el norte y el sur de la República federal mexicana?

No parece sensato, pero, vistas las cosas que han sido vistas y con la moda tan en boga de “romper paradigmas” y actuar contra el sentido común, vaya usted a saber.

Lo cierto es que la actitud no fue nueva entonces como lo demuestra el comentario del entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso de Estados Unidos, C.J. Igersoll en ese entonces: “…todos los partidos en Estados Unidos y todas las administraciones de este país desde que México dejó de ser una provincia española, han sostenido unánimemente el principio político de obtener de México por medios equitativos precisamente los territorios que ese propio país nos ha obligado ahora a tomar por la fuerza; a pesar de que todavía ahora mismo estaríamos dispuestos a pagar por ellos, no nada más con sangre, sino también con dinero”.

La pregunta en este punto es, ¿tendrá en nuestros días validez ese enunciado y habrá quienes lo respalden? De una respuesta seria, oportuna y confiable a esa pregunta dependerán muchas cuestiones de política, y de políticas públicas, que podrán ser vitales para el futuro de este país y su desarrollo o prematuro declive.

En fechas recientes ha renacido el aliento de reclamos por agravios supuestos, y reanimado rencores sembrados desde esos tiempos tempranos, reanimado disputas basadas en absurdos y aun falseando la historia.

¿Puede descartarse, en ese contexto, que también renazcan ambiciones que se antojan obsoletas y también anacrónicas?

Universidades conservadoras. Le tocó el turno esta semana a las universidades públicas, con la UNAM a la cabeza, el repaso mañanero, que entre algunos prematuros presidenciables tuvo puntual eco y que también hubiera sido deseable que lo tuviera entre los universitarios y sus rectores más vigorosamente.

Lo cierto es que, hablando de expansionismos, es imposible dejar de inscribir este evento entre los afanes de rescatar la UNAM para la causa presidencial, dando el banderazo de salida para los aparatos de apoyo al candidato que considere más capaz de lograr ese objetivo, a juicio de quien tiene en su poder la batuta.