Xavier Díez de Urdanivia

Apenas despuntaba la incipiente independencia mexicana y ya se hacía presente la codicia del vecino que se había ya proclamado paladín de las libertades de América por boca del presidente Monroe. Se hizo presente por medio del personero Joel Roberts Poinsett, un sombrío personaje que, como pocos, representa hasta nuestros días la peor cara de las relaciones de México con el resto del mundo.

Ese personaje viajó a México en 1822, subrepticiamente porque Iturbide le había negado su permiso por suponer que las pretensiones de que era portador tenían que ver con la promoción de un Gobierno republicano, aunque en realidad su misión era reconocer el terreno de la situación política del país, con la consigna de ver cómo ensanchar, por cualquier medio y a costa del mexicano, el territorio de Estados Unidos de América.

En medio de esas andanzas pudo enterarse, por boca del mismísimo Iturbide, de que México estaba en quiebra, oportunidad apta para sus fines. Fue entonces que Poinsett expuso la intención de comprar Texas y, aunque entonces fue rechazado, las evidencias actuales demuestran que, a la postre, las estrategias eran de largo plazo y la persistencia en ellas redituó generosamente sus intenciones.

Han transcurrido 200 años de aquellos sucesos, pero las energías destructivas no parecen mermar.

Se sabe bien que una parte sustancial de la planeación y preparación de los movimientos de independencia sudamericanos se gestaron en Londres, quizás como una maniobra de equilibrio frente a la pérdida de las colonias en Norteamérica, y que la contraposición entre el nuevo país que ellas habían formado y la Gran Bretaña puso a los antiguos reinos españoles en el ojo del huracán, convirtiéndolos en factor de disputa por controlarlos, porque de ello podría depender el dominio sobre el “nuevo orden” mundial que querían esos contendientes.

Una de las líneas estratégicas que más han redituado en esa empresa es la que consiste en quebrantar la columna vertebral de esa potente cultura mestiza trasatlántica que se había gestado en Iberoamérica, disolviendo los vínculos más íntimos y arrancando de cuajo, desde la raíz, la composición misma de ese nuevo mundo transcontinental que se había forjado y auguraba para sí un futuro de grandes protagonismos. Solo así se podría asumir el liderazgo político de la región,

Lo han intentado con tesón y persistencia, valiéndose de muchos recursos, cuyo espectro oscila entre la benevolente ayuda para el desarrollo económico y la aculturación a partir de los valores oficiales de la conciliada “América”, el nuevo imperio, hasta la violencia institucionalizada de los “Marines”, por ejemplo. y otras expresiones militares.

La decadencia de ese imperio moderno, apenas secular, y sus debilidades manifiestas frente a, por ejemplo, la pujante China, parece haber hecho renacer los temores atávicos y de nueva cuenta se desatan, desde palestras con apellidos europeos, por cierto, los embates a la cultura mestiza, sin parar mientes en que el debilitamiento de ella habrá de operar, siempre, en perjuicio precisamente de aquellos que tanto se dicen agraviados, mientras con gran afán se ven precisados a recorrer caminos de riesgos inenarrables para acogerse a la esperanza de una ilusoria protección de aquellos que dicen quererlos y comprenderlos, mientras los rechazan con barreras y a punta de toletes.

Lo dicho: Poinsett cabalga de nuevo, y tal parece que, muerto, sigue ganando batallas, como lo hiciera don Rodrigo Díaz de Vivar en las Españas –¡Cosas veredes, mío Cid, que farán fablar las piedras!– y siempre a costa de la unidad de nuestros pueblos y naciones, nuestros territorios y valores, nuestra cultura y, a fin de cuentas, obrando contra la dignidad humana que a todos toca, respetar, cuidar y enaltecer como deber inexcusable.

Es imposible evitar que lo intenten, pero frente a tal manifestación de la codicia, mal haría quien caiga, otra vez, en el garlito, porque las consecuencias le serán adversas y las responsabilidades severas.