Xavier Díez de Urdanivia

En política, compartir los códigos conceptuales es básico para entender los mensajes e ideas destinadas a establecer relaciones claras, que permitan el libre y consciente acceso a los acuerdos necesarios para establecer plataformas comunes.

Eso -que es válido lo miso para las relaciones jurídicas, que para las transacciones económicas y otros intercambios sociales- es especialmente relevante en el campo de la política, una actividad que gira en torno del ejercicio del poder, es decir, de la capacidad de convencer a los integrantes de una comunidad de que ir juntos hacia un destino determinado es bueno, por justo y conveniente.

Por eso es tan importante que aquello que se comunique por quienes ejercen el liderazgo se exprese a través de propuestas claras y bien fundadas, para que cumplan con su finalidad de plantear os argumentos de manera inteligible, con corrección material y formal. Los destinatarios, entonces, entenderán bien lo que se propone y podrán evaluarlo y optar libre y conscientemente por acceder al acuerdo o rechazarlo.

Aunque no se perciba a golpe de vista, el planteamiento de inicio para establecer ese diálogo descansa siempre en un silogismo, que ha de partir de premisas generales ajenas al capricho individual y datos precisos para dotar de certidumbre a cada premisa menor, teniendo en cuenta que el argumento no puede ser otra cosa que una serie de razones articuladas, que se aportan con el propósito de justificar una conclusión.

Todo buen argumento ha de partir de premisas verdaderas y transitar hacia la conclusión mediante inferencias que garanticen, por bien justificadas, la corrección en el planteamiento.

Cuando los argumentos son distorsionados y se sustituyen por exposiciones aparentemente lógicas, pero falaces, su finalidad de comunicar no se alcanza y toda convicción que de ellos parta se asemeja mucho al fraude.

En el discurso político de nuestros días, esas formas falsas de argumentación hacen acto de presencia cotidianamente, y al hacerlo corrompen la política e infectan a todos los otros sistemas, porque son ellos sistemas abiertos e interdependientes.

De ellas, a guisa de ejemplo, es fácil distinguir las que se llaman “ad hominem” y las que se conocen como “muñeco de paja”, que desvían la atención del asunto que se discute hacia la persona del adversario o sus circunstancias. Ambas se basan en el hecho de que el valor persuasivo de una persona descansa, determinantemente, en su prestigio, especialmente en los casos dudosos o cuando se trata de sostener afirmaciones basadas en conjeturas, o son de plano indemostrables.

La primera se refiere a la elusión de la cuestión debatida, enderezando la respuesta contra la persona que la formuló, con la intención, precisamente, de descalificarla, y no contra los elementos del argumento que habría que refutar.

La segunda, a la creación de un personaje irreal, al cual, sin necesidad de nombrar a nadie particularmente identificado, se le achaquen las culpas, errores y descalificaciones que, en el caso anterior, tenían un objetivo preciso (¿se acuerdan de “el innombrable”?).

Hay otro par de falacias tipificadas que bien vale la pena repasar y tener cuidado de no caer en su embeleco: aquellas que apelan a los sentimientos de piedad u otras emociones, y las que apelan al argumento de autoridad –“ad populum”.

También, por desgracia, son frecuentes las llamadas “falacias de transferencia”, aquellas que pretenden predicar de un todo determinado lo que solo cabe decir de una de sus partes, o a la inversa, como ocurre cuando se aduce que, porque una de las partes es disfuncional, lo es también el todo. 

Muchas más podrían citarse, pero no es el caso, sino llamar la atención hacia una muestra de descomposición política que nada tiene que envidiarles a sus congéneres tipificadas como peculado, cohecho, prevaricación, etc.

Lo cierto es que, por inducir al error, vengan de donde vengan, esas y cualesquiera otras falacias resquebrajan el pacto social; es ineludible tener en cuenta su capacidad corruptora y contrarrestar su influjo, pugnando por la verdad.