Xavier Díez de Urdanivia

El poder político tiene que ver con la capacidad de captar voluntades a través de signos generalizados, de tal manera que su sola evocación concite adhesiones y corrientes de apoyo. Si se pretende que tal poder sea perdurable y aun crecientemente vigoroso, requerirá de símbolos y valores tan firmes, duraderos y compartidos como se corresponda con los propósitos políticos.

Es obvio que quien proclama una transformación profunda, históricamente inédita y sólo equiparable, cuando menos en su propia narrativa, a las más relevantes y trascendentes que hayan ocurrido en una historia particular, necesita desplazar los viejos símbolos y sustituirlo por otros que sean más al modo de los nuevos aires que se pretendan.

Esa sustitución no necesita ser drástica y hasta puede que sea tácticamente conveniente a una estrategia de largo plazo, que podría ser truncada si se comete el error de apresurarse.

Así se explica el afán de enmendar los hitos históricos “tradicionales” en nuestro país, que se han vuelto simbólicos prácticamente para todos los mexicanos, lo que en este momento puede significar el reconocimiento de que se han tomado medidas inoportunas, precipitadas y, si bien largamente pensadas, poco y muy mal planeadas.

A la postre, y quizás por el desgaste mismo de un gobierno que ancló su discurso en una narrativa utópica y muy ambiciosa, pero poco eficiente en los plazos mediano y largo, puede significar también un leve golpe de timón para atemperar, al menos en apariencia, la radical postura “descolonizadora” que tan preciada resulta a un buen sector del grupo de apoyo al presidente. Puede, también, ser un distractor de esos que tanto le gustan a la hora de impulsar reformas de fondo que previsiblemente encontrarán resistencia, como la contrarreforma energética.

Además, es probable que se haya caído en cuenta de que esas figuras emblemáticas habían sido creadas por “el antiguo régimen”, los “de antes”, aquellos de quienes había que diferenciarse, excluyéndolos, de toda pretensión protagónica en una historia que no reivindicaba adecuadamente las efemérides, pues es verdad que, mientras lo digno de celebrarse es que naciera un nuevo país independiente, lo que se conmemora, con fuerte arraigo, es el inicio del movimiento, y se hace a partir de un hecho histórico difuso y hasta discutible: el “grito de independencia”.

Lo curioso es que, al maniobrar para empezar a hacer las sustituciones, se reabre un expediente que puede resultarles muy incómodo a quienes lo han traído a la mesa, porque no hay manera de desplazar a Agustín de Iturbide de tal evento, como tampoco lo hay que permita demeritar su relevancia en él.

Ni que decir de la trascendencia de los símbolos que aquel vasco nacido en Michoacán concibiera y empleara: los colores de su bandera, que irremisiblemente convocan, con fuerza, a pensar en México y lo mexicano, no importa si aparecen en una bandera, o lo hacen en un adorno festivo y hasta en la gastronomía. 

El movimiento es interesante y abre las puertas -varias- al regreso de añejos debates, algunos que pueden ser fútiles, pero muchos que son de fondo y definitorios, no sólo respecto de esos primeros tiempos, sino también de lo que tuvieron lugar al finalizar ese siglo y comenzar el XX, algunos de los cuales se diría que perviven hasta nuestros días, porque es evidente que estamos muy lejos -y cada vez más- de haber encontrado los perfiles de una propia identidad, y con ellos, los estándares mínimos de civilidad requeridos por la civilidad. 

Siempre es bueno airear la casa -aunque dudo que esa sea la intención de hacerlo en este caso concreto- para ventilar diferencias, buscar concordancias y concurrencias, y en definitiva corregir los vicios de origen y las distorsiones acumuladas, que me parece que son muchas.

Hay que hacer propicia la circunstancia del “relanzamiento” de nuestra historia, para afinar nuestras esencias y refinarlas, abandonando mitos y rencores, para lograr ser, de verdad, responsablemente independientes.