Xavier Díez de Urdanivia

“La mejor política exterior –ha dicho AMLO– es hacer política interior”, pero a la mitad del sexenio, quizás aprovechando el cambio de guardia en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, han tenido lugar algunas acciones que desmienten la neutralidad política y ponen en riesgo serio la bilateralidad con el más cercano vecino poderoso, ya de suyo tirante y llena de vicisitudes. En esta semana, mientras la atención del país estaba puesta en las deliberaciones de la Corte, el Presidente aprovechó para mover algunas piezas del tablero que así lo demuestran.

La más visible fue la cumbre de la Celac, que no estuvo exenta de espectáculos y que más bien sirvió para darle juego a Díaz-Canel, el heredero de Castro en el mando mayor de Cuba, buscando quizás el abrigo simbólico que esa vapuleada isla representa entre las izquierdas de Iberoamérica.

En ese contexto fue que, con poca precisión técnica pero con gran audacia, lanzó el exhorto –más que exhorto, exigencia– a Estados Unidos para que suspenda el embargo a Cuba, mientras abría vías de acercamiento con China, precisamente en un momento en que el presidente Biden endurecía la postura de Estados Unidos frente a ese país, lo que se hizo evidente, primero, al negarse a respaldar la iniciativa para obstruir el desarrollo del potencial telemático de China, además del desplante consistente en la lectura del mensaje chino en la clausura de la reunión de la Celac.

Arropar en México a los líderes políticos de la región, so pretexto de la cumbre, e insistir en la idea de que esa nueva organización sustituya a la OEA y en adoptar posturas afines a los regímenes que han surgido en Sudamérica al amparo del referente de una “Pachamama” simbólica común, pero excluyente, son acciones que hacia el interior del país se vieron reforzadas con la asignación del control de la comisión de Relaciones Exteriores en el Senado al Partido del Trabajo, incondicional de AMLO, acción de la que no puede descartarse la disciplina interior del grupo en el Gobierno y la intervención de quien manda en él.

Orlada por el ecumenismo regional bolivariano –tan caro también a Vasconcelos (“Por mi raza hablará el espíritu”)– la tendencia no es nueva ni está exenta de fantasías anacrónicas, que en el fondo son entelequias irrealizables, pero necesita reescribir la historia en busca de sus propios mitos fundantes, con la esperanza de poder partir de esa plataforma para construir su “nueva” visión de la realidad.

Ese, y no otro, es el leitmotiv de la iconoclastia con que se han acometido los hitos y símbolos tradicionales, llegando al absurdo de exigir satisfacciones fuera de lugar, para luego enaltecer las figuras de los próceres sudamericanos –en detrimento de los propios, inclusive– buscando el manto protector de panteones compartidos con los regímenes afines que la corriente “descolonizadora” ha propiciado con algún éxito, sobre todo en el cono sur del continente.

El aparente cambio en la actividad internacional, a mi juicio, no es tal, aunque lo parezca. En realidad, los contactos y coqueteos con Cuba, Venezuela y otros regímenes de izquierda o seudoizquierda son viejos, pero se habían mantenido como reserva de energía para estos tiempos en los que se llega a la segunda mitad del sexenio –no estoy seguro de que, en las intenciones de AMLO, también de su tramo en el poder– y se hace necesario profundizar en los cambios políticos para que se vuelvan de verdad irreversibles, como tantas veces ha advertido que se propone que sean.

¿Es una jugada imprudente? Puede que sí, pero no es en esa virtud, sino en la desafiante audacia, que el Presidente ha encontrado las vías para su éxito personal, a despecho del daño colateral que sus avances puedan causar.
Habrá que permanecer atentos. Las reacciones de quienes dicen tener por “destino manifiesto” ser guardianes de las libertades y la democracia pueden ser más que incómodos.