Xavier Díez de Urdanivia

En medio de la vorágine noticiosa de la elección estadunidense, que siempre genera repercusiones en nosotros, se ha postergado, espero que temporalmente, el debate sobre el tema que una decena de gobernadores rescató del olvido y puso recientemente sobre la mesa: el de la centralización del poder y la distorsión del sistema federal en México.

Aunque el detonante haya sido el reparto de los caudales presupuestales, quedó al descubierto un problema estructural que no solo afecta al poder federal, sino que también a los estados todos del país.

El Presidente ha sido tachado de autoritario, caprichoso, mesiánico y algunas cosas más por los opositores a sus políticas, pero no se puede pasar por alto que, más allá de su estilo personal de gobernar, el problema se genera en el seno mismo del sistema político mexicano, del que sin duda forman parte todos los actores en ese escenario. Todos abrevaron, aprendieron, se adiestraron y se han desarrollado en ese sistema, del que forman parteirremisiblemente.

La centralización que se combate habría sido imposible si con la enjundia que hoy muestran se hubieran opuesto los congresos estatales a todo ese enorme cúmulo de reformas constitucionales que, paulatinamente al principio y con gran celeridad en tiempos recientes, han hecho que sea
posible.

Hay que considerar, además, estas cuestiones: ¿Se puede negar, fundadamente, que las decisiones, trascendentales o no, incluso las legislativas, se toman en este país por quien ejerce el Poder Ejecutivo, tanto en la Federación como en los estados?

Es cierto: durante el largo periodo de hegemonía de partido, así como en el periodo porfirista, la última instancia en lo importante correspondió al Presidente, pero rota ella en ambos casos, las razones de la gran disciplina se debilitaron y se abrieron las puertas a la fragmentación del poder, de una manera casi feudal.

En los estados, las características del esquema concentrador que se puede observar en el Gobierno federal se ven replicadas: el peso específico del Gobernador trasciende los límites del orden jurídico, haciendo del “estado de derecho” una entelequia lejana.

La descomposición del sistema ha alcanzado un grado alarmante, porque la primacía que, en los hechos, ocupa el interés de los gobernantes sobre la ley y el interés general (en el que descansan las libertades y derechos iguales de las personas), se ha convertido en regla.

Fundar en la ley los actos públicos ya no solo ha perdido importancia a sus ojos, sino que incluso ha llegado al grado de que quien se acoge a ella y no se pliega incondicionalmente a la voluntad “suprema” del poderoso en turno, es anatematizado y objeto de denuestos, si no es que tiene que enfrentar consecuencias peores.

La centralización reforzada –hacia el centro, por una parte, y al Poder Ejecutivo por otra– que caracteriza a nuestro sistema político, ciertamente no es nueva ni inusitada, pero eso no justifica el autoritarismo, de cualquier signo o en cualquier ámbito y circunscripción, que siempre degradará la vida social y atentará contra la dignidad de las personas.

¿Quién está libre de mancha en cuanto al control interno de las instituciones públicas? ¿Alguno hay entre los gobernadores que no haya concentrado en sus manos el control político de los otros poderes y de los ayuntamientos?

No se puede invocar legitimidad ni apego a “estado de derecho” alguno si no se respetan las leyes y se someten a ellas –sustancial y procedimentalmente– los gobernantes, haciéndolo siempre con el interés general en mente.

Qué bueno que se reivindique ese pilar fundamental de nuestra estructura jurídica y política que es el sistema federal, y qué bueno que se llevara a la práctica cabalmente, pero hay que ser congruentes en el empeño. Siempre habrá que tener presente que “el buen juez por su casa empieza”.

Elecciones en EU: Ganó J. Biden. Es bueno para la democracia y ese solo hecho acarreará preocupación a las demagogias autoritarias, si bien se miran las cosas.