Xavier Díez de Urdanivia

Hay en la Constitución Mexicana un “pacto federal”, presente desde que este país nació como estado independiente. Ha sido un elemento fundacional de México, a pesar de las veleidades de Santa Anna y el fallido imperio de Maximiliano.

Estuvo en la constitución de 1824, en la de 1857 y en la vigente. Sus bases son tres, fundamentalmente: La supremacía de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos sobre cualquier otra norma; la distribución en ella de atribuciones según el principio de “facultades expresas y residuales”, y la reciprocidad en el reconocimiento de validez de los actos y documentos oficiales de cada estado por los demás, así como en el reconocimiento de los mismos derechos y libertades a los habitantes de los demás estados, como si fueran propios.

De tanto en tanto, aunque en diferentes tonos, se alzan voces críticas del arreglo, pero curiosamente ocurre solo cuando de repartir los ingresos públicos se trata.

Así ha pasado en los días anteriores entre los gobernadores de la llamada “Alianza Federalista”, pero quienes reclaman poco reparan en que quien recauda la gran tajada del pastel fiscal es la administración federal, y lo hace conforme a una constitución que se ha reformado, contra el principio federal y en favor de la centralización, infinidad de veces.

Cada una de esas reformas ha tenido que ser aprobada por una mayoría calificada de las cámaras del Congreso de la Unión, más una mayoría de los congresos estatales, que casi invariablemente lo han hecho sin chistar siquiera.

Súmese a esas reformas la proliferación reciente de “leyes generales” a que dieron lugar ellas mismas, garlito legislativo que cede a la federación el atributo de expedir leyes obligatorias para todos, incluso en materias reservadas constitucionalmente a los estados, que entonces tenían que legislar para “armonizar”, se dijo, sus leyes locales a las de la federación, mimetizadas como generales. Nadie mostró reparó alguno; al contrario: Era común que cada estado se ufanara de sus avances en esa ruta hacia una supuesta “armonía”, que en realidad fue siempre homogeneización.

Hubo una reforma, ya antigua, por cierto -de finales de los años setenta del siglo pasado- cuyo objeto fue erradicar la doble tributación y racionalizar la administración fiscal, manteniendo en la federación los impuestos al ingreso y estableciendo, como federal, el impuesto al valor agregado, en el que podrían tener participación los estados según los montos que recaudaran.

En esa ocasión se suprimieron los llamados “impuestos especiales” -fundamentalmente a las actividades productivas- que podían establecer, concurrentemente, la federación y los estados, con lo que se generaba proliferación impositiva y un fuerte impacto en la economía de muchas empresas y ramas productoras de bienes y servicios, por la carga fiscal que les correspondía.

También se introdujo el “sistema de coordinación fiscal”, que establece las reglas de participación de los estados y los municipios en los ingresos federales, porque con los pocos que les quedaron no podrían ni con el gasto corriente.

“El que parte y reparte, se lleva la mayor parte”, dice un viejo refrán y mucho me temo que es esa actitud es de la que se quejan y ese “pacto” al que se querían referir los gobernadores de la “Alianza Federalista”.

A pesar de ello dijeron, Enrique Alfaro, de Jalisco, que “...ningún estado libre y soberano que tenga un mínimo de dignidad puede seguir siendo parte de una federación cuando el Gobierno de la República nos ignora, nos ataca, nos insulta y nos quita lo que nos pertenece”. Miguel Ángel Riquelme, de Coahuila, que “…estamos dispuestos a dialogar y trabajar de manera coordinada, …sin embargo, si no hay diálogo y respuestas claras, estamos preparados para emprender la batalla legal y política, …nuestra lucha podrá ser el inicio del rompimiento del pacto federal…”

El descontento se explica y la tensión es mayor, pero hay que profundizar en el tema para acometer el problema con la precisión y acuciosidad que requiere, lo que, lamentablemente, se echa de menos.