Xavier Díez de Urdanivia

Van y vienen, en la danza perenne de los discursos. Se ha vuelto inevitable la referencia a ellas. Poco, me temo, se ha meditado sobre el significado del término “ideología”. ¿Tienen quienes lo emplean una noción clara de sus alcances?

Cuando Antoine Destutt de Tracy, a fines del siglo 18, concibió la “ciencia de las ideas” -a la que llamó “ideología”- pretendía, en el más puro ideal de la ilustración, convertir en ciencia lo que hasta entonces había sido filosofía: la lógica y, con un cierto sentido platónico, también la metafísica.

Tan ambicioso proyecto fue malogrado, pero generó una reacción en cadena que fue pródiga en la asignación de significados.

Napoleón, por ejemplo, lo empleaba para referirse, despectivamente, a toda concepción vinculada con cualquier tendencia republicana, contraria a su impulso imperial.

Karl Marx, el pensador que más influyó quizás en la difusión del término, fiel a su concepción materialista de la historia, basada en las relaciones de producción, se refería con él a las concepciones culturales en las que se nutren la filosofía, la política, el derecho y la cultura de las que la clase dominante se vale, según él, para justificar la estructura social imperante bajo el capitalismo. Por su carácter contradictorio de la tesis basada en una dialéctica determinada por las relaciones de producción, el uso del término por este pensador es, obviamente, despectivo.

Curiosamente, en el lado opuesto de la geometría política, las corrientes capitalistas de la economía -sobre todo- suelen considerar contrarias a la realidad, y descalificar por “ideológicas”, las propuestas de “las izquierdas”, sean ellas -como casi todas las de este extremo- de origen marxista, o no lo sean, que también las hay. Es decir, su uso también tiene un tono despectivo.

Con el tiempo, en el campo de las ciencias sociales se fue configurando un sentido más neutro, más parecido a un “ideario” que a una ideología propiamente, que, a la postre y de manera no siempre precisa, pasó a formar parte del leguaje común, sobre todo en el seno del quehacer político.

En términos generales, ha dado por caracterizarse como un sistema de ideas y creencias que distinguen a un grupo o corriente de pensamiento, enfáticamente referida a la interpretación de las realidades colectivas y, por ende, encaminadas a orientar la toma de decisiones, la adopción de actitudes y, consiguientemente, normar la ejecución congruente de acciones y políticas del grupo que las sustenta.

Por esa razón no es extraño que sean los partidos, corrientes y movimientos políticos -así como otras instituciones que, sin serlo, representan intereses de grupos con relevancia social y peso político- el campo propicio para acoger el concepto, pues ello les permite justificar su actuación, hacer sus convocatorias atractivas para ciertos sectores, contar con rasgos que los distingan en la arena política y, lo que no es menos importante, contar con un instrumento muy útil para aleccionar a sus miembros y mantener la disciplina interna.

Todas esas ventajas para las instituciones encierran un riesgo de no poca monta para las personas, especialmente sus miembros, porque las ideologías siempre impondrán límites a las libertades de pensar, decidir y actuar a partir de los propios valores y convicciones, lo que, para peor, suele asimilarse inconscientemente, obnubilando así la aptitud personal de hacerlo.

Las ideologías son cómodas y hasta pueden ser adictivas. Son “sintaxis del pensamiento”, férulas externas que aparentan facilitar la vida al tomar decisiones o justificar conductas.

Lo malo de las ideologías es que, en el fondo, pueden no llevase bien con el desarrollo pleno del potencial personal, ni con la democracia, porque ella se vivifica por el ejercicio de las libertades por parte de los gobernados, mientras que con la garantía de estas últimas se legitima el quehacer de los gobernantes.

Toda ideología debería etiquetarse diciendo: “Material peligroso. Manéjese con cuidado”, porque pueden resultar perniciosas y hay que precaverse de que, en aras de cualquiera de ellas, se restrinjan las libertades y, concomitantemente, la democracia efectiva.