Xavier Díez de Urdanivia

El segundo acto del surrealista drama vio caer el telón esta semana: La Suprema Corte de Justicia de la Nación respondió a la Cámara de Senadores sobre la constitucionalidad de la pregunta que el presidente AMLO quiere llevar a consulta popular.

La pregunta que había que calificar es esta: “¿Está de acuerdo o no, con que las autoridades competentes investiguen y en su caso sancionen la comisión de delitos de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, antes durante y después de sus gestiones?”.

Lo primero que había que hacer, según las normas del caso, era calificar si el tema debiera considerase constitucional y si así fuera, pasar a calificar la constitucionalidad de la pregunta misma.

El proyecto formulado por el ministro Luís María Aguilar, como es bien conocido, consideraba inconstitucional el tema por muy diversas razones, pero primordialmente por algo que el ministro Laynez expresó, en su turno, con gran precisión y tino: “La justicia no se consulta”.

A pesar de ello, algunos de los ministros y ministras sostuvieron que no podía considerarse el tema contrario a la constitución porque no está incluido expresamente por ella entre los temas vedados a ese procedimiento plebiscitario.

Una muy reveladora sesión del pleno -en la que, por cierto, no hubo debate- dejó ver muy claramente la posición del ministro presidente, contraria del todo a la del ponente.

Cuatro colegas suyos se adhirieron, aunque con matices acerca de las consideraciones, al proyecto.

Otros cinco -echando mano de una retórica discutible a mi juicio, y algunos con titubeos- consideraron que el tema era constitucional, pero no así la pregunta, por lo que, de acuerdo con la ley, habría que modificarla.

A pesar de que mucho se ha dicho ya sobre el tema, creo necesario abundar en un punto que tiene que subrayarse.

La cuestión nodal de este drama -que de no ser tan serio sería tragicómico- estriba en esta interrogación: ¿puede considerarse constitucional preguntar a la gente si quiere o no que la autoridad cumpla con los deberes que la constitución y las leyes le imponen?

Es obvio que la pregunta original no implica la creación de “comisión de la verdad” alguna, como se pretende por quienes se pronunciaron por declarar constitucional el tema.

Muy claro es también que la resolución deja muy mal parada a la corte, en un momento en que los equilibrios de poder son precarios y la valía de su función garante de los derechos fundamentales, la democracia de verdad -no la demagogia- y el apego a las normas en el ejercicio de las funciones de autoridad es clave.

Es grave que se considere válido someter a consulta popular el cumplimiento de deberes inexcusables, sean ellos de materia penal, de responsabilidad administrativa u otra cualquiera, pero es más grave haber abierto la puerta a la posibilidad de abusar de la consulta como excusa de acciones u omisiones cuando convenga a la autoridad política. Sienta un precedente cuya gravedad salta a la vista y no cabe decir que no fue una resolución jurisdiccional, incapaz de sentar jurisprudencia en el sentido rigurosamente técnico que en nuestro derecho tiene el término, porque hay que recordar que los criterios fundantes de la décima época de la jurisprudencia de la Suprema Corte fueron plasmados, muy principalmente, como resultado de una consulta y no de una sentencia emitida en juicio: la relativa al llamado “caso Radilla”.

La inconstitucionalidad del tema, además, no se resuelve -se subraya y hasta puede agravarse- por la nueva pregunta que la corte impone: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminados a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.

Lamentable episodio. Habrá que esperar, todavía, el desenlace y las consecuencias.