Xavier Díez de Urdanivia

Conocí a Jaime Cárdenas Gracia recién designado consejero del IFE; tuve oportunidad de seguir su carrera política, siempre al lado de Andrés Manuel López Obrador, a pesar de las adversidades que eso implicaba en aquel tiempo, siempre mostrando pundonor, tanto como lealtad institucional y personal.

Hoy, Jaime Cárdenas Gracia ha dejado el proyecto al que se había entregado, con apego singular, en los últimos años ¿por qué?

Su renuncia deja entrever la causa, aunque esté redactada en ese lenguaje entre cortés y críptico propio de los protocolos al uso en el medio político: las serias irregularidades que encontró en el “Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado” y la imposibilidad de enmendarlas por falta de apoyo de quien debió habérselo proporcionado.

Explicó, una vez que se hizo pública su renuncia, que tuvo severas diferencias con el equipo del presidente y sin decirlo abiertamente, con el presidente mismo, a causa de su insistencia en observar las normas a la hora de administrar y de disponer de los bienes bajo su custodia.

“Fue inevitable que se diera mi salida. Varias veces el presidente cuestionó mi formación de abogado, mi carácter formalista, mi insistencia en los procedimientos y yo decidí que era lo mejor para el bien de la institución de la que era titular”, dijo de viva voz en una entrevista concedida a un noticiario radiofónico.

Queda claro que el diferendo insalvable partió de la actitud presidencial -bien conocida, por cierto- de considerar al derecho como un obstáculo que impide que sus decisiones puedan ejecutarse fluidamente, actitud en la que, curiosamente, coincide con sus aborrecidos “neoliberales”, que también ven al derecho como un estorbo para el flujo abierto de los mercados -cuya “mano invisible” todo lo arregla- con la sola función de darles confiabilidad.

Cuando una gente tan cercana al centro del poder deja al descubierto la inconsistencia del supuesto repudio a la corrupción -“cosa de los de antes”- y se tienen presentes otros indicios y datos, como la proliferación de contratos por adjudicación directa o invitación restringida que debieron someterse a concurso, además de no pocas muestras de conductas indebidas de gente cercana al presidente o que es parte de su equipo, cae por su propio peso el discurso del proclamado combate a la corrupción.

Lo positivo de la intempestiva renuncia, según me parece, es que da lugar a retomar una reflexión que se ha pasado por alto, inconvenientemente, sobre la naturaleza de la corrupción, que se suele referir solamente a los quebrantos patrimoniales de las arcas públicas y se constriñe, en todo caso, “al aseguramiento, la preservación y el uso adecuado de los recursos asignados a los funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones” y al “conflicto de intereses”, como señala, por ejemplo, la Convención Interamericana contra la Corrupción.

En realidad, lo que pasa en el fondo de la corrupción es la inobservancia de las normas jurídicas, que cuando se vuelve desapego generalizado y se extiende a sectores amplios del cuerpo social, infecta y descompone todo el entramado de relaciones que en su seno tienen lugar, lo que se agudiza cuando abiertamente se manifiesta ese desprecio por quien debiera ser su más firme custodio, aunque se haga en aras de una supuesta “justicia”, que al marginarse de la ley se convierte en quimera caprichosa y subjetiva, contraria al orden, la seguridad y el interés general.

Incluso la impunidad, que tan frecuentemente se invoca como causa principal de la corrupción, no es sino falta generalizada de aplicación de las normas debidas.

El desdén por la ley no es mero desplante político, sino el origen mismo de la corrupción. Para que el gesto de Cárdenas Gracia -que mucho lo honra- no sea en vano, habrá que retomar el tema muy seriamente, teniendo siempre presente que no es con más burocracia y malabares retóricos como se puede abatir la corrupción, sino respetando puntualmente el orden jurídico, especialmente por aquellos obligados a garantizar su eficacia, quienes, además, protestaron hacerlo.