Xavier Díez de Urdanivia

En un contexto social caracterizado por una diversidad sociocultural con excesivas disparidades, Evo Morales, el carismático líder cocalero, llegó con un amplio margen electoral a la Presidencia de Bolivia.

Su gestión llegó a arrojar datos positivos en términos económicos: el PBI creció a un promedio de 4.9% anual durante 13 años, la pobreza se redujo del 60 al 35% y mejoró la distribución del ingreso, todo lo cual no es poca cosa.

Casi tres lustros después, sin embargo, Evo Morales se vio precisado a renunciar, estrepitosamente defenestrado, precisamente después de un proceso electoral que él alegaba haber ganado, aun cuando estuvo plagado de irregularidades, a juzgar por el informe rendido por un grupo de observadores de la OEA.

¿Por qué las cosas se dieron así? A mi juicio, porque cuando se rompe el consenso y se agudizan las diferencias, se presenta la insumisión frente al orden jurídico y, además, se cede a la tentación de perpetuarse en el poder, surgen la exacerbación social y las crisis políticas incontrolables.

La gestión de Evo Morales se caracterizó desde un principio, infortunadamente, por enfatizar las diferencias en un Gobierno fincado en afanes pretendidamente reivindicatorios, lo que a la postre generó rencores y cismas de difícil recomposición.

Fue concentrando el poder de manera creciente, seguro de que así se aseguraba el control social necesario para conservar el poder, independientemente del propósito que lo animara a hacerlo.

La historia es rica en ejemplos de casos similares: El que se dice un día “progresista”, se vuelve “conservador” –del nuevo “status quo”– y para conseguir su objetivo no se detiene a pensar en los valores sociales fundamentales, en los derechos y libertades de todos, sino que se ocupa de hacer que prevalezcan, a toda costa, sus intereses, sean ellos espurios o no, y al fin fracasa en sus empeños.

Por eso, la democracia republicana iguala y limita, para que el poder, no se concentre en personas o grupos, ni se extienda indefinidamente, y se someta siempre al derecho. Evo Morales pudo haber sido un exitoso gestor, pero no fue capaz de apreciar la necesidad de integrar la dinámica política, construyendo los consensos necesarios para consolidar sus avances.

Sus políticas, en cambio, agudizaron las diferencias y quiso, además, acrecentar su poder, al grado de ir amoldando progresivamente las normas a sus necesidades, en vez de ajustar su actuación al Derecho. Cuando le fueron adversas las reglas del juego, maniobró para que se modificaran o de plano las pasó por alto.

Así ocurrió, por ejemplo, cuando convocó a un referéndum nacional para reformar la constitución a fin de abrir la posibilidad de acceder a una nueva reelección. El 51% de los bolivianos votó por la negativa, escollo que fue salvado por medio del fallo emitido por el Tribunal Constitucional boliviano, que estableció que el limitante precepto constitucional era inválido porque vulneraba el derecho fundamental a elegir y ser elegido para gobernar ¡Menudo criterio!

El mérito del ascenso al poder de Evo en su primera elección, un hito en la historia política de ese país y, en muchos sentidos, también de Iberoamérica, se vio opacado a la larga por la pérdida del sentido republicano de la renovación, que en plenos albores del tercer milenio –una era global– es un requisito universal para el ejercicio democrático del poder público.

Haber pasado por alto esa circunstancia ocasionó que se disgregaran sus antiguos apoyos y se aglutinaran sus opositores, otrora dispersos, y hasta los actores institucionales, apartidistas, encontraran motivos y oportunidad para saltar a la palestra.

No se puede pretender que el desquiciamiento del orden republicano acarree bienestar para nadie; al contrario: lo previsible es que ahuyente la paz y la estabilidad necesarias para que prospere el desarrollo compartido, sin el cual no podrá haber, a cabalidad, justicia, democracia, progreso y bienestar algunos.

Fue así como el vaso se vio colmado y su contenido se derramó. Las consecuencias ya se conocen bien.