Xavier Díez de Urdanivia

En la narrativa política de los tiempos que corren, enfrentar a la ley y la justicia se ha vuelto recurrente. Por eso creo que reflexionar acerca del tema no está de más.
Por razón de método y para sortear el escollo de la relativización, parto de la añeja definición de Ulpiano: “La justicia es la constante y perpetua voluntad de conceder a cada quien su propio derecho” (Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuere).

Es una definición que amerita un examen a fondo, sobre todo porque no es extraño que se le exprese sin reflexionar sobre su real significado, y frecuentemente de manera mutilada.
Importa mucho destacar que, tal como se expresa por Ulpiano, se trata de una actitud, desde que es una voluntad “constante y permanente”; es también, y al mismo tiempo, una virtud, un valor cívico, puesto que es una voluntad que opta por enfilar la conducta hacia la obtención de un resultado apetecido generalizadamente.

Así y todo, hay un equívoco cuando de determinar el contenido de tal voluntad se trata, porque la fórmula emplea el verbo “tribuere”, que casi invariablemente se traduce como “dar”, cuando que, en el contexto, significa más bien “conceder”, en el sentido de “reconocer y respetar”.

Es claro que ese “reconocimiento” implica una actitud recíproca, objetivamente ordenada, capaz de dotar de bases firmes y perdurables para una coexistencia duraderamente armónica de las libertades y derechos de cada persona y de todos al mismo tiempo, aunque la infortunada frecuencia con que se suele presentar esa definición diciendo que es “dar a cada quien lo suyo” produce equívocos y confusiones. 

Hay que pensar en derechos, no en cosas, y en reconocimiento y respeto, no en concesiones gratuitas o dádivas.

Por otra parte, es necesario tener en cuenta que “ley” –como es debido entenderlo en el contexto– no es otra cosa que el conjunto de normas que estructuran y dan sentido a las relaciones sociales, se podrá apreciar que la única forma de garantizar el respeto de las libertades y derechos, en esquemas efectivos de armonía, es contar con un orden jurídico arraigado en los valores de la comunidad en la que rige y sobre cuya plataforma axiológica generalizada se finca.

En el fondo, si se piensa con corrección –formal y de contenido– se podrá descubrir fácilmente que, en esquemas de igualdad real, solo un sistema de normas que garantice un clima permanente, constante y duradero en el que todos y cada uno reconozcan, acepten y respeten de los demás aquello que por derecho le corresponde a cada persona, podrá satisfacerse la prevención de la justicia y alcanzarse la paz social.

Por eso la justicia y el derecho son inconcebibles si se les separa, aunque en la práctica política las trampas retóricas puedan enfrentar sofísticamente una y otro, como vemos que lamentablemente ocurre cotidianamente.

Rechazar el derecho para optar por una aparente “justicia”, es un falso dilema, que no solo relativiza la percepción de esta última, sino que distorsiona su sentido profundo, hasta privarla de su verdadera esencia.

Quien así lo haga, se confunde a sí mismo y confunde a los demás, en un juego retórico tan falaz como pernicioso. Si es gobernante, lo hará en perjuicio de la responsabilidad que atañe al Gobierno –los tres poderes– de velar por la existencia de una civilidad fundada en el respeto de los derechos y libertades de todas y cada una de las personas integrantes de la comunidad, que a fin de cuentas es el origen y la materia del estado, así como destinataria del ejercicio legítimo del buen Gobierno, con los seres humanos de carne y hueso que la conforman como centro de la atención.