Francisco Treviño Aguirre
En tiempos de ruido incesante, presupuestos apretados y una atención cada vez más fragmentada, Seth Godin propone un giro que a muchos les incomoda: el marketing no es gritar más fuerte ni comprar vistas, es provocar un cambio valioso en personas concretas. No se trata de conquistar al mundo, sino de servir con excelencia al grupo más pequeño de clientes que puede sostener tu proyecto. Ese enfoque, que parece modesto, es en realidad radical. Obliga a elegir, a renunciar, a entender de verdad a quién ayudas y por qué te elegiría a ti. Y cuando haces esa elección con honestidad, tu comunicación deja de perseguir aplausos y empieza a construir confianza.
La pregunta central del libro es tan simple como implacable: ¿qué cambio específico prometes y en quién? El marketing deja de ser una colección de tácticas y se convierte en una promesa creíble de transformación. Entre el punto en el que está tu cliente y el punto al que quiere llegar hay una tensión saludable; no se trata de manipular miedos, sino de invitar a moverse con argumentos, señales y experiencias que bajan la ansiedad del riesgo y aumentan la percepción de valor. Quien no provoca tensión aburre. Quien exagera la tensión rompe la confianza. El arte está en calibrarla.
Elegir el mercado viable más pequeño es el filtro que ordena el resto. Cuando declaras que no eres para todos, comienzas a ser profundamente relevante para alguien. En nuestra región, eso podría significar concentrarse en directores de planta que buscan una nave industrial con certezas de energía y logística, o en gerentes financieros que miden cada kilowatt y centavo de merma. Delimitar a ese grupo no empobrece el alcance; lo enriquece. Permite diseñar mensajes, precios, garantías y procesos que responden a criterios concretos de decisión. Mejor pocos bien atendidos que muchos a medias, porque de la satisfacción de los primeros nace el boca a boca que realmente paga las cuentas.
La empatía, en la visión de Godin, es un músculo estratégico. Implica comprender la visión del mundo del cliente, incluso si no estás de acuerdo. Antes de mandar un correo, de escribir un anuncio o de pedir un teléfono por WhatsApp, pregúntate qué promesa estás haciendo y si se cumple en los primeros segundos de la experiencia. El permiso no se compra; se gana. Una base de contactos que te lee con gusto, porque cada mensaje trae utilidad real, vale más que cualquier campaña fugaz. Quien te entrega sus datos espera respeto, frecuencia razonable y un beneficio inmediato. Ese es el contrato moral que evita que el marketing se confunda con spam y que la relación se desgaste.
Las personas compran historias que confirman quiénes son dentro de su comunidad. Ahí entra la noción de estatus, no como vanidad, sino como pertenencia. El precio comunica posición, el diseño comunica estándares, el servicio comunica respeto. Una propuesta clara, una demostración transparente, un proceso visible y una política justa son señales que ordenan la experiencia. Si prometes rapidez, que la primera respuesta llegue a tiempo. Si prometes ahorro, que el tablero de resultados se entienda sin traductor. Si prometes acompañamiento, que haya un responsable con nombre y tiempos definidos. Las señales coherentes hacen que la promesa deje de ser discurso y se vuelva un contrato de valor.
La tribu no se alimenta de likes, sino de rituales. La constancia es más poderosa que el golpe “viral”. Un boletín semanal con un dato local verificable, un resumen mensual de oportunidades reales, una sesión breve de preguntas y respuestas, un estudio de caso que muestre el antes y el después: esa regularidad crea hábito, y el hábito crea confianza. En mercados como el nuestro, donde la incertidumbre energética o regulatoria puede mover decisiones de millones, la marca que explica con calma, que admite límites, que comparte aprendizajes y que mejora en público se queda con el lugar más valioso en la mente del cliente: el de la orientación.
Las métricas importan, pero no todas pesan igual. La apertura de correos sin acción es ruido. Las visitas que no regresan son espejismo. Lo que revela salud es la retención, la recompra y la recomendación. También cuenta el tiempo que tarda un prospecto en llegar a su primer momento de claridad, ese instante en el que dice “ahora sí entiendo el valor”. Si ese tiempo se reduce, todo mejora. Y conviene observar el margen por segmento, porque no todos los clientes son igual de sanos. A veces vender menos a quien valora más es el camino más corto a la rentabilidad.
Hacer marketing es asumir la responsabilidad de la influencia que ejercemos. La pregunta no es solo si vendiste, sino si mejoró la vida de quien te compró. En contextos donde la reputación se construye a golpes de paciencia, la coherencia es un activo más sólido que cualquier truco táctico. La ética no es un adorno: es una ventaja competitiva, porque permite sostener la promesa en el tiempo y convertir a la tribu en comunidad.
La gran lección es que el marketing que funciona no compite por volumen de ruido, sino por profundidad de significado. Cuando defines con claridad el cambio que prometes, cuando eliges con valentía a quién sirves, cuando alineas tus señales con esa promesa y cuando te presentas con regularidad, el mercado deja de ser una lotería. El trabajo se vuelve un oficio. Y el crecimiento ocurre por acumulación de confianza, no por golpes de suerte. Si hoy reescribes tu promesa en una frase simple, si dibujas con honestidad el retrato de tu cliente ideal y si te comprometes a un ritmo de entrega que puedas cumplir, ya empezaste a practicar el marketing que propone Godin: uno que se siente cercano, que respeta la inteligencia del cliente y que transforma de verdad. Esa es la ruta más corta a construir una marca que no solo vende, sino que deja huella.
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