Salvador Henández Vélez

En el marco de los festejos por el 25 aniversario de la Infoteca Central de Camporredondo, de la Universidad Autónoma de Coahuila, brindé una charla sobre las bibliotecas en mi vida y las personas que me indujeron por el camino de la lectura.

Por las propias circunstancias de la vida, viví y estudié la educación primaria en un pueblo minero, Acacio, Durango, en el municipio de San Juan de Guadalupe. Es una estación de ferrocarril, sobre las vías del tren que corre de la Ciudad de México a Ciudad Juárez, cercana a la estación La Mancha, una comunidad del estado de Coahuila, del municipio de Viesca.

La Escuela Primaria 20 de Noviembre se conformaba de dos cuartos grandes de adobe, con una pequeña sala de acceso entre las dos habitaciones, que la propia comunidad había construido. No la hizo el Gobierno. Fue hecha con recursos de los propios mineros y de los trabajadores que abrigaban la esperanza de que sus hijos se educaran. Mi papá y mi abuelo paterno sólo habían estudiado hasta segundo de primaria. Y mi mamá, hasta sexto, en Viesca, Coahuila, donde al terminar su instrucción primaria fue asistente de la directora de su escuela, la profesora María Martínez de Loza.

La Secretaría de Educación de aquel tiempo, sólo autorizó a la comunidad estudios hasta cuarto de primaria, lo que dificultaba a los niños del lugar, realizar la educación básica. Pues las familias no contaban con los recursos para apoyar a sus hijos y que estos, se fueran a vivir a la cabecera municipal a terminar sus dos últimos años de primaria. Sin embargo, el profesor Salvador Camacho Peña, encargado de la educación de tercero y cuarto, director de la escuela, decidió que ante la incomprensión de las autoridades educativas, el camino a seguir era impartir los grados de quinto y sexto, que nunca le reconocieron; y en el último año, capacitar a los niños para que presentaran examen a titulo de suficiencia, para así obtener el certificado de la educación primaria.

Al “terminar” la primaria, los niños de Acacio íbamos a la Escuela Primaria Elpidio G. Velázquez, en San Juan de Guadalupe, Durango. Más de quince generaciones fuimos a presentar el examen a título de suficiencia para certificar nuestra educación primaria, y nunca hubo alguien que reprobara. Sin duda, el profesor Camacho influyó en muchos de nosotros para formarnos. En mi caso, las otras dos personas que influyeron determinantemente fueron mi mamá Manuela Vélez Adriano, que todas las tardes vigilaba y orientaba nuestra formación; y por otra parte, mi abuelo paterno Enrique Hernández Martínez, que los fines de semana que regresaba de la mina, en la cena nos contaba historias de lo que leía bajo una lámpara de carburo, antes de dormirse. Era un ingenioso cuenta historias. Puedo decir que desde aquí, desde el rancho, en el que no había tele, ni luz eléctrica, ni distractores digitales, se posicionó en mí, el espíritu de la lectura.

En la secundaria por primera vez me acerqué a una biblioteca, en la Escuela Secundaria y Preparatoria Venustiano Carranza. En esa época tuve la gran oportunidad de conocer a tres amigos que me prestaban libros, José Abraham de León Fong, su papá tenía un pequeño periódico; Gerardo Sánchez Medinilla, él tenía un papá médico que leía, era un profesionista culto, y Ricardo Quintanar. En mi casa no había más que los libros de texto, en las casas de ellos había pequeñas bibliotecas o cuartos de estudio con libros que me impresionaban y que algunos me prestaban para leer. Así inicié mi travesía por diferentes vidas y realidades.

En la preparatoria coincidí con Antonio Antolín Fonseca. Él, a los 15 años de vida, era un joven muy culto, había devorado el Quijote de la Mancha a los 8 años de edad, me lo dijo el librero que le vendió el libro y que lo interrogó para estar seguro de ello. Cuando se enteró que en mi caso, a los 16 años no lo había leído me acusó, sin misericordia, de ignorante. Me llevó a la biblioteca de sus papás que contaba con unos diez mil libros y me prestó el Quijote, y los siguientes días quería saber si ya lo había terminado. Conviví con él y sus papás por dos años, los Antolín eran profesores, muy cultos.

Luego pasé al Tec de la Laguna, donde me enteré que las faltas no contaban, a partir de ese momento ya no entré a clases, toda la carrera la estudié en la biblioteca. Esas son mis bibliotecas, y ahora, tengo la mía.

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