Otto Granados

Cuando este artículo se publique es posible que el nuevo TLCAN (ahora llamado T-MEC) no haya sido ratificado aún en el Congreso norteamericano y, por tanto, los problemas de la economía mexicana podrían aumentar de manera todavía grave. Y por el lado político es una cruel paradoja que quienes más se han opuesto al modelo económico inaugurado en la segunda mitad de los años ochenta, el período más exitoso en el México de las últimas cinco décadas, dependan ahora precisamente de su principal símbolo para mantenerse a flote. La moraleja es certera: nunca destruyas instituciones que un día vas a necesitar. Por ende, recordar las condiciones en que surgió el TLCAN de alguna manera puede anticipar algo lo que puede pasar.

Aunque la decisión de México de firmar un acuerdo comercial con Estados Unidos (al que poco más tarde se unió Canadá) tuvo en esencia una racionalidad económica, la singularidad histórica de ser vecinos de la principal potencia mundial hizo que fuera también un hecho político, práctico y, en cierto modo, psicológico.

Cuando la administración de Carlos Salinas de Gortari (1988-94) se plantea negociar un instrumento de este tipo, México era ya un país formalmente independiente y soberano. Pero a principios de los años noventa, las nociones convencionales de esos conceptos habían cambiado radicalmente, entre otras cosas porque el país empezó, con lentitud e incredulidad, a comprender que buena parte de la manera en que se mueve en el escenario internacional, específicamente en la relación con Estados Unidos, estaba determinada, y, en la práctica, condicionada a un tejido normativo, diplomático, económico, comercial, ambiental, financiero, migratorio y energético supranacional distinto y más complejo.

En ese sentido, el TLCAN supuso un viraje de proporciones históricas. México empezó a construir una manera distinta de vincularse con su vecino del norte y con el resto del mundo. Firmó el tratado comercial con EEUU y  Canadá en 1992, cuando apenas seis años antes todavía se discutía acaloradamente si entrar o no al GATT. Suscribió después una importante batería de otros acuerdos comerciales; ingresó a la Organización  Mundial del Comercio y a la OCDE; abrió nuevas embajadas y consulados en lugares inéditos como Singapur, Sudáfrica o Nueva Zelandia, y siguió teniendo algunas diferencias con EEUU pero la manera de procesarlas varió considerablemente sin costos para el país. En otras palabras, México parecía comprender que las condiciones necesarias para que una política exterior sea funcional para el interés nacional son el pragmatismo, la eficacia y el realismo. Ese fue el contexto en el que se produjo la firma del TLCAN.

Al firmarlo, México se propuso cinco objetivos. El primero fue promover el acceso creciente y estable de las exportaciones mexicanas a los Estados Unidos. El segundo, establecer un mecanismo ordenado, racional y atractivo para la inversión extranjera y de esta forma generar más y mejores empleos. El tercero pretendía apoyar la estabilidad macroeconómica del país, ante una historia de reiteradas crisis cambiarias desde mediados de los años setenta, mediante la apertura comercial y el crecimiento del sector exportador, entre otras políticas ortodoxas. El cuarto era tratar de lograr una convergencia macroeconómica con los indicadores de los principales socios comerciales, particularmente Estados Unidos. Y el quinto, un objetivo indirecto pero dentro de este enfoque, fue estimular una amplia red de tratados de libre comercio. Si se mide específicamente en función de estos objetivos concretos, el TLCAN fue, razonablemente, un importante éxito para México, y los datos duros lo corroboran. Como puede advertirse, quizá con la salvedad del capítulo macroeconómico, mientras dure la autonomía del Banco de México y alguna dosis de sensatez en la SHCP, esos avances son los que ahora podrían entrar en una fase de estancamiento y producir una crisis de proporciones impredecibles.

Si el T-MEC se queda en la congeladora, no está clara, desde el punto de vista técnico y legal, la situación que prevalecerá en la arquitectura actual del libre comercio en la región. Una opción es que permanezca el TLCAN en sus términos vigentes; otra que uno o más de los países firmantes denuncien el tratado y lo abandonen, con lo que la relación comercial volvería al marco de la Organización Mundial del Comercio, lo que ya no supone ventaja alguna para ninguno; y una más es que sobreviva pero en medio de un alud de disputas arancelarias.

Pero por otro lado, la economía internacional ha cambiado de manera importante en los 25 años que tiene de vida el TLCAN y en consecuencia algunos de sus componentes necesitan ser actualizados. Uno es la emergencia de nuevos sectores que el texto original no consideró como el comercio electrónico, el manejo de datos a gran escala, las reglas de origen, la nueva economía digital, entre otras cosas. Y otro es el enorme crecimiento de China y la India, y las guerras arancelarias desatadas por la administración norteamericana. Y la cereza de ese pastel ya demasiado tóxico son los factores internos: el incremento en la percepción de desconfianza respecto de las políticas económicas mexicanas, el endeudamiento letal de Pemex, la virtual recesión en 2019-2020, la incertidumbre política y la amenaza de que la deuda soberana de México pierda su grado de inversión, lo que supone un panorama verdaderamente explosivo.

En el peor escenario –el fin del TLC-, cualquier política que se instrumente con eficacia, inteligencia y competencia (diversificar las exportaciones, atraer más inversión de terceros países, políticas contracíclicas, etc.), virtudes por cierto muy raras en el actual gobierno, no dará resultados en el corto plazo ni parece haber mucho margen para impulsar nuevas inversiones, reales, productivas y concretas, que de alguna manera logren paliar los efectos negativos. Más aún: México ha desaparecido del mapa global y por ningún lado se ve en dónde va a conseguir nuevos aliados económicos potentes.

La experiencia mexicana confirma que el libre comercio no es un fin en sí mismo, no sustituye ni reemplaza lo que cada país tenga que hacer en materia de políticas públicas más efectivas en los aspectos institucionales, regulatorios, de infraestructura,  educativos y de innovación tecnológica y científica, que son las que normalmente explican el crecimiento de la productividad, y que son, justamente, aquellas áreas que el gobierno federal ha destruido rápidamente.

A México le esperan tiempos muy difíciles.