Iván Garza García

“Nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable”; así se expresaba el presidente chileno Sebastián Piñera unos pocos días antes del estallido social que cimbró las estructuras políticas y rompió la tensa calma que se vivía en aquella parte del globo.

Es cierto,  dicen los que saben que antes del 18 de octubre todo parecía transcurrir con absoluta normalidad en Chile. Aquel país podía presumir indicadores envidiables para el resto de los territorio que conforman la región. En los últimos años, la nación andina ha registrado un considerable desarrollo económico; cuenta con el PIB per cápita más alto en América Latina y es la segunda con el mayor salario mínimo. Como si esto fuera poco, desde su regreso a la democracia en 1990, Chile se ha consolidado como el segundo destino más atractivo para la inversión extranjera directa en Sudamérica. Sin embargo, la ingente brecha social; sus causas y efectos, ha sido la semilla que germinó en el malestar generalizado. De acuerdo con los últimos reportes de la CEPAL, el 1 por ciento de la población, es decir, los chilenos mas adinerados, se quedan con el 26.5 por ciento de la riqueza, mientras que el 50 por ciento de los hogares accede tan solo al 2.1 por ciento del caudal neto. Luego, bastaba apenas una chispa para encender la flama del descontento.

El alza en los precios del transporte público provocó una incipiente rebelión de estudiantes, quienes decidieron mostrar su inconformidad saltando los torniquetes de control en las estaciones del metro y, de esa forma, evadir el pago. A ellos se sumaron otros más; vinieron los obreros, los oficinistas y las amas de casa. El servicio fue suspendido y las estaciones fueron cerradas al público; un grupo de disidentes prendió fuego a una de ellas, más tarde las otras también ardían. Al paso de las horas hubo destrozos de todo tipo, saqueos a los supermercados, marchas y disturbios. También se dejaron ver algunos abusos por parte de la policía y el ejército, cuyos miembros actuaron fuera de los límites en su afán por sofocar la turba. El caos se apoderó de las calles y sitios públicos del gran Santiago y se extendió rápidamente a otras regiones.

Ante los hechos, el Presidente Piñera declaró estado de emergencia. Hubieron de pasar dos días para que el mandatario reconociera públicamente, con la voz endurecida y el ceño fruncido, que su patria se encontraba en guerra contra un poderoso enemigo que no respeta a nada ni a nadie. Desesperado, el gobernante anunció un paquete de medidas económicas con el fin de mitigar el asedio; se incrementó el porcentaje de jubilación, se elevó el salario mínimo y se agregó un impuesto especial a los altos ingresos. Pese a ello, la solución ofrecida se antojó tardía. La llama estaba encendida, no había marcha atrás.

Cada noche, los chilenos desafiaban el toque de queda para reunirse en torno a la plaza Ñuñoa, ubicada al oriente de la capital. Ahí, abrazados, cantaban a todo pulmón el emblemático tema del cantautor Víctor Jara, quien fuera detenido y asesinado en 1973, durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. “El derecho de vivir, poeta Ho Chi Minh, que golpea de Vietnam a toda la humanidad; ningún cañón borrará el surco de tu arrozal; el derecho de vivir en paz”, tarareaban envueltos en nubes de humo y con el semblante desencajado.

La referida alza en el transporte es solo la gota que derramó el vaso. Las pensiones son un tema prioritario en aquellos lares; lo es también la educación gratuita y de calidad, así como la urgente mejora de los servicios de salud.

Aquí en confianza,  aunque el estado de emergencia fue levantado y se hizo pública la reestructuración del gabinete presidencial, por la que habrán de ser sustituidos ocho de los ministros, incluidos el del Interior y Hacienda, las manifestaciones aún continúan. De hecho, el pasado viernes, más de un millón doscientos mil chilenos se congregaron en la Plaza Italia para exigir la renuncia de quien hasta ahora dirige los destinos de sus compatriotas. Piñera comenzó su gestión (segundo mandato) con una aprobación ciudadana superior al 60 por ciento; ahora, el 78 por ciento de la población rechaza categóricamente su actuación. La realidad – dicen no pocos – es que no llegaron los “tiempos buenos” que el político y empresario prometió en su campaña.

Escribió Juan Pablo Meneses, refiriéndose a los más recientes acontecimientos en la nación de marras: “Mi hija, que debe nacer en un mes y medio, se ha pasado estos días de revuelta escuchando los golpes de ollas y sartenes, el rugido de helicópteros militares y la trasmisión ininterrumpida de las noticias. Su padre y su madre, como muchos chilenos de esta semana, no se han querido perder detalles de esta película en vivo, de esta serie de no-ficción en tiempo real, de esta maratón de Netflix, sin Netflix, donde cada hora pasa algo nuevo”. Esta es la otra cara de la moneda de un país que fuera referente mundial por su desarrollo y estabilidad; este es, hoy por hoy, el otro rostro de Chile.