Iván Garza García

Era el septiembre del ya muy lejano 2016 cuando las páginas del rotativo Vanguardia publicaban por vez primera la opinión de este improvisado columnista. Otros habría de sumarse a la invitación de llevar mis insipientes afanes editoriales a sus medios de comunicación. Así, vi como los pensamientos de un empírico opinador se convertían en breve texto para engrosar los contenidos de algunos periódicos, plataformas digitales y radio: La Prensa, El Factor, MexNewz, Nuestra Revista, El Águila de México y Radio Adictivo. Desde entonces y a la fecha, no poco se ha reflexionado en este espacio. Si bien, el análisis político sirvió como premisa fundamental, aquí también se habló de derecho, de economía, de cultura y hasta de futbol, entre otros temas tan diversos como vastos. Algunos poemas y canciones no escaparon de ser utilizados como referencia para dar particular contexto a lo que pretendía transmitirse al lector. De vez en vez, algún chascarrillo se asomó tímidamente entre las líneas que de manera habitual pecaban de seriedad y dureza. No faltaron tampoco las frases de célebres pensadores, las máximas que se anidan en el refranero popular y los siempre simpáticos dichos de Don Héctor; ese personaje recurrente que sabía aderezar lo aquí escrito y, aunque para estas alturas sea una obviedad, debo aclarar que el hombre de las expresiones picaronas y divertidas es mi papá, quien antes del nacimiento de esta columna ya se encontraba en el sitio donde descansan los hombres buenos, pero que dejó como legado una buena cantidad de menciones que aquí me permití compartir como un sencillo homenaje a su vida y enseñanzas. 

Escribió Jorge Luis Borges en la doctrina de los ciclos que “la parte no es menos copiosa que el todo”; de ahí que, al buscar el final de una unidad, otra unidad surge de esa búsqueda. Dicho de otra forma, el cierre de un ciclo conduce al inicio de otro. Tras casi ocho años y trescientos cuarenta artículos, se llegó el delicado momento de hacer una pausa en este satisfactorio camino; ello, para ofrecer oxígeno a otros proyectos que, por gracia y efectos de la modernamente llamada procrastinación, han venido quedándose en el tintero de este intento de escribidor.  

A propósito de su sorpresiva salida del diario El País, el afamado filósofo Fernando Savater, sentenció con envidiable pulcritud: “el corazón del hombre bien nacido es una catedral en que a veces suena magnífico el órgano del agradecimiento y yo hace varios días que estoy escuchando su tocata y fuga”. Como era de esperarse, estas líneas están destinadas a mostrar una profunda gratitud; en principio, a los que me entregaron su confianza e hicieron posible que mis reflexiones llegaran a otras personas. Luego, a quienes semanalmente estuvieron dispuestos a regalarme unos minutos de su tiempo para recibir mis pensamientos en forma de artículo editorial. A quien con paciencia de santa – característica totalmente irregular en ella - me ayudó a titular esta columna y a hacer las primeras revisiones. Y desde luego, a quien decidí bautizar como mi amable y única lectora, pero que antes he llamado con un nombre infinitamente mejor: mamá. A ella, que semana tras semana mutiló la edición impresa del periódico para guardar entre sus recuerdos, cual si fueran invaluables tesoros, las ideas mal escritas del menor de sus hijos, aunque en ocasiones – como muchas otros - no coincidiera con ellas. 

Consciente de que las únicas fronteras de la libertad de expresión radican en la mentira, el insulto y la diatriba, es menester ofrecer una disculpa a cuyo ánimo haya sacudido el contenido de este espacio; sin embargo, estoy cierto que los límites al antes referido derecho no fueron ni por asomo sobrepasados. En todo caso, como se advertía en la parte final, lo expuesto siempre representó la opinión personal del autor; nada más, pero nada menos. 

Aquí en confianza, debo reconocer que extrañaré las tardes de escribir con prisa y sin pausa; la rara tranquilidad que ofrece el momento de la revisión final; el agrado de ver publicadas las ideas que un día antes empezaban a tomar forma en la mente y, por supuesto, la indescriptible satisfacción que llega tras la frase: “leí tu artículo”. 

En mi brevísimo paso por la madre Patria, el entonces titular de la Academia de Historia del Derecho de la Universidad de León, Don Cesar Rascón, extendió su mano al concluir la primera de las jornadas de trabajo y me dijo con voz seca: “hasta ahora”; la expresión – debo decirlo – no había sido por mi escuchada, al menos no había reparado en ella. De inmediato pregunté a Mercedes, la asistente de mi maestro, quien sin dudarlo dijo: “así nos despedimos aquí cuando estamos seguros que pronto volveremos a encontrarnos”.

A mi amable y única lectora: ¡hasta ahora!