Iván Garza García

Como ya ha sido ampliamente reseñando en cualquier cantidad de notas periodísticas y colaboraciones editoriales, el pasado domingo Andrés Manuel López Obrador rindió su tercer - primer informe de resultados al pueblo bueno y sabio (¿o era el primer - tercer informe?). De lo afirmado por el mandatario nacional, queda muy poco por analizar. No me malinterprete, amable lectora (mi mamá); no trato de minimizar los avances que – según el principal inquilino del Palacio Nacional – se han obtenido en su primer año (y un poco más) a cargo del timón mexicano.  En realidad, la prolongada arenga que hizo las veces de balance gubernamental, fue un muy bien estructurado resumen de lo que se ha venido declarando en las coloquialmente llamadas “mañaneras”; de ahí que el mensaje de marras no ofrezca datos novedosos sobre los cuales haya que hacer menciones especiales.

Sin embargo, lo que realmente llama la atención de propios y extraños es que pese a los magros frutos de la actual administración, la popularidad del señor López se mantiene prácticamente intocada. Al respecto, según las encuestas más conservadoras, la gestión del oriundo de Macuspana es aprobada por – al menos – el 65 por ciento de los mexicanos. Como si esto fuera poco, se asegura que alrededor del 87 por ciento de los que votaron por AMLO en las elecciones de julio del 2018, volvería a hacerlo en diverso proceso electoral. Las estadísticas recién mencionadas no son cosa menor. La brecha existente entre los logros del ejecutivo federal y sus niveles de aceptación, es por demás evidente. Probablemente, ante la cifra histórica de homicidios; el estancamiento económico; la estrepitosa caída en materia de generación de empleos o el terrible desabasto de medicamentos, cualquier gobernante hubiera sido objeto de mofa y escarnio público; Andrés Manuel no. Su popularidad se encuentra enraizada en el descontento social y la esperanza de un cambio, cualquier cosa que esto signifique.

El mandatario mexicano ha sabido capitalizar el bono democrático con el cual accedió al poder. Tras una interminable campaña política, el mensaje del tabasqueño ha hecho  eco incluso en los oídos de muchos de los que renegaron del nuevo régimen. Su estrategia de comunicación ha sido sorprendentemente efectiva. Primero, señala con oportunidad los problemas y flagelos de la nación; luego, crea enemigos comunes a los que – sin poner nombre y apellido – bautiza como la mafia del poder, los tecnócratas, los neoliberales o los fifís; más tarde, cuando la animadversión hacia esas figuras es irreversible, ofrece soluciones sencillas y fáciles de entender para las masas,  aunque éstas sea del todo inviables; finalmente, el frenesí comunicacional del Presidente cierra su círculo mediante la justificación de los yerros cometidos, endosando la responsabilidad a quienes le antecedieron.

Frases como “me canso ganso”, “lo que diga mi dedito” y “yo tengo otros datos”, se colocan con tremenda facilidad en el ánimo del respetable y son repetidas incansablemente hasta formar parte de la jerga cotidiana.

Tal grado alcanza el fenómeno, que las afirmaciones presidenciales llegan a ser consideradas como verdad absoluta en algunos segmentos poblacionales. Un botón basta de muestra: durante el informe al pueblo de México, el Presidente manifestó: “Otro elemento básico de nuestra política es - poco a poco - desechar la obsesión tecnocrática de medirlo todo en función del simple crecimiento económico. Nosotros consideramos que lo fundamental no es lo cuantitativo, sino la distribución equitativa del ingreso y de la riqueza. El fin último de un buen gobierno es conseguir la felicidad de la gente”.  Lo antes transcrito es una pieza discursiva intachable, pero lo plasmado en un papel dista mucho de la realidad.  Lo cierto es que el desarrollo encuentra en el crecimiento una indiscutible condición. No puede pensarse en distribuir la riqueza si no hay riqueza que repartir. Sin embargo, la narrativa tocó fibras sensibles y produjo las emociones esperadas. Hoy por hoy, parece que a pocos incomoda el crecimiento del 0.01 por ciento en lo que va del año; los más, ahora estiman que – en efecto – el desarrollo es lo que importa, porque así lo garantiza quien dirige los destinos de este país.

Aquí en confianza, de lo acontecido el pasado día primero de septiembre, me quedo con lo expuesto por la Senadora Beatriz Paredes Rangel, quien al hacer uso de la voz para fijar el posicionamiento de su partido, externó: “El alegato sobre la popularidad presidencial puede ser un fuego de artificio… cuidado con regodearse con espejismos efímeros, que mas tienen que ver con la adhesión al presidencialismo que con la identidad personal”. Después, la experimentada política tlaxcalteca sentenció: “Y con perspectiva democrática, les exhortamos a revisar las políticas públicas que han propuesto, con humildad, no con triunfalismos… ojalá no caigan en los errores de sus antecesores, que embriagados por sus propias estrategias publicitarias, no se dieron cuenta cuando cometían equivocaciones”. Ahí se los dejo para la reflexión.